La etiqueta de portarse bien

Columnas Plebeyas

¿Quiénes se portan bien? Si a usted le preguntan si es una buena persona y si le hace bien a la patria, ¿qué contestaría?

Vamos a suponer que usted siempre ha trabajado en la profesión que logró instrumentarse en la vida. Que más o menos ha pagado sus impuestos, que más o menos nunca dio mordidas, que puso su negocio con esfuerzo y que ha sostenido su vida con la cultura del trabajo y la excelencia. 

O usted heredó un dinero importante y nunca ha tenido que trabajar para vivir. Pero no le hace daño a nadie, dona sumas para causas justas e incluso ha participado en recaudar fondos para otras tantas. Ha puesto su trabajo y su poder de convencimiento en hacer comunidad con otras tantas personas de su misma condición socioeconómica para que no pasen por la vida sin hacer la diferencia y donen, visiten hospitales, compren en comercio justo, pongan celdas solares; en fin, que hagan el bien.

O usted siempre ha estudiado en escuelas privadas e incluso su padre siempre lo amenazó con mandarle a la pública si se portaba mal. Estudió en el extranjero la universidad gracias al esfuerzo de su familia y a algunas becas que le dio el Estado, que le permitieron tener una estancia más cómoda. Y trabajó en administraciones anteriores utilizando los conocimientos que aprendió. De entrada le dieron un muy buen sueldo, gracias a las relaciones de su familia, pero gracias también a que ha trabajado muy duro. Por supuesto que ha ganado más que el presidente, pero pues eso era lo que se pagaba.

Hasta que se corre la cortina de las verdades incómodas. 

Y por primera vez se hace evidente hasta la saciedad que los mejores sueldos, las mejores casas, escuelas, servicios de salud, transporte y lugares donde habitar, incluso el agua, son sospechosamente privilegio de algunas y no de todas las personas. Y casualmente esto está relacionado con el color de la piel. Porque entre más oscura la piel, las condiciones de vida se empobrecen. 

Y ahora le dicen que las sirvientas en realidad se llaman trabajadoras del hogar y que lo que ganan es una miseria, aunque usted siempre haya considerado que las trataba bien. Ahora resulta que ese “buen trato” está más cerca de la esclavitud que del bienestar. Y que todo el esfuerzo que ha puesto en tener la vida que se merece, en realidad está determinado en mucho por dónde nació y qué apellidos lleva. Y que no toda la gente tiene agua, ni auto, ni escuela digna, y que eso no es humano. Y que muchos de los negocios de sus amistades, que eran inversionistas, en realidad son una especulación del carajo que ha encarecido la tierra y la vida en general.

Ahora se entera que no es tan decente lucrar tanto y que “echarle ganas” le ha funcionado a usted por sus privilegios, pero no es real para la mayoría.

Ahora se entera de que claro que hay que enseñar a pescar y no regalar el pescado, siempre y cuando la caña no sea rentada ni el mar esté privatizado.

¿Es culpa suya?

Seguramente no. 

¿Se puede seguir cerrando los ojos?

Seguramente tampoco.

Cuando les preguntamos a las personas que hoy llamamos privilegiadas por qué están tan enojadas con la cuarta transformación, si no han perdido nada, nos equivocamos. ¡Claro que han perdido! Pero no dinero, ni propiedades, ni la posibilidad de continuar con una vida llena de lujos. Lo que han perdido es la posibilidad de sentirse bien consigo mismas, porque si no hacen conciencia, son cómplices. Se les acabó la posibilidad de ponerse la etiqueta de ser buenas personas. 

Eso duele.

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