Anatomía del silencio

Ensayos

Oye, hijo mío el silencio

es un silencio ondulado,

un silencio,

por donde resbalan valles y ecos

y que inclina las frentes hacia el suelo.

García Lorca

Una noche inmensa, silenciosa y vacía. Esa es la imagen que surge en nuestra mente cuando nos preguntamos qué había antes del origen—por más inaudita que resulte la idea de un “antes” (poco importa si al origen lo llamamos Génesis o Big Bang).

Una noche muda en que nada ocurre y nada existe. El mismo espacio sideral se alza ante los ojos de la imaginación para responder otra pregunta (sobre todo entre agnósticos y ateos): ¿qué hay después de la muerte?

Es llamativo y quizás razonable que dos preguntas de tal envergadura, una sobre el principio y la otra sobre el fin de la especie humana, nos planteen dilemas esenciales de la metafísica —aquello que está “más allá” [meta] del “mundo físico” [physis]. De ahí surge otra pregunta: ¿Puede el más allá describirse en términos del más acá? ¿No es nuestro lienzo nocturno una proyección humana, “demasiado humana” tal vez? ¿No es un reflejo de nuestra propia mente en su intento poético, o cuando menos metafórico, de asir lo inasible[1]?

Esa imposibilidad de nombrar lo que no existe fue muy pronto atendida por diversas culturas antiguas del planeta en su relato de origen.“En el principio era el Verbo”, dice la biblia. “Todo estaba en suspenso, todo callado, en silencio y vacía la extensión del cielo”, conjura el Popol Vuh. A propósito, en la epopeya del folclor finlandés, el Kalevala, el mundo no fue creado sino cantado. De una u otra forma, la palabra da origen al mundo.

Por extraño que parezca, en nuestros tiempos de saturación e hiper-información, los retratos del silencio vuelven a evocar el paraíso y sus fugas hacia el vacío conservan un atributo liberador.

I

En La noche oscura del alma San Juan de la Cruz describe minuciosamente el viaje del espíritu por los recovecos de las apetencias sensoriales y los incontables fantasmas que agobian la mente humana. No es casual que esa idea haya florecido durante una larga experiencia de cautiverio silencioso: en 1577 el poeta permaneció ocho meses en una celda, con poco alimento y en condiciones miserables, esperando la sentencia de los carmelitas descalzos, quienes lo forzaban a renunciar a la reforma monástica que emprendió junto a Santa Teresa de Jesús. En ese tiempo, San Juan compuso la mayor parte de El cántico espiritual (1584), quizás el poema místico más sublime de la lengua castellana. Como no tenía con qué escribir, lo ideó y pulió en su mente, en permanente diálogo consigo mismo, como quien modela una escultura mental:

la noche sosegada
en par de los levantes de la aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora.

Tras su incursión en las desconocidas aguas de lo metafísico, San Juan atraviesa la noche oscura del alma y concluye que Dios habla el lenguaje del silencio: “los bienes sobrenaturales que Dios por sólo infusión suya pone en el alma pasiva y secretamente, en el silencio”[2].

II

Quizás el extremo opuesto de San Juan de la Cruz sea Alexander Delarge, el héroe trágico de La naranja mecánica (1962), de Anthony Burguess. Tras una juventud dedicada al ejercicio patológico del crimen, la violencia absurda y el sexo desenfrenado, Alexander es arrestado por la policía y entregado a un tratamiento experimental que promete reformarlo y corregir su conducta. En la escena cumbre de la magistral adaptación de Stanley Kubrick (1971), Alexander está metido en una camisa de fuerza, sentado en la silla de lo que parece una sala de cine y unas pinzas mantienen sus ojos abiertos para forzarlo a ver sucesivas escenas de violencia mientras escucha la novena sinfonía de Beethoven. Al culminar la “terapia”, el hombre no vuelve a ser el mismo, le es imposible concentrarse, dormir, e incluso emprender la acción más elemental, está bloqueado. Cualquiera que haya vivido el confinamiento del COVID 19 en una urbe se puede sentir identificado, aunque sea de lejos, con tal situación y con la tortura que supone no poder cerrar los ojos ante un torrente de imágenes sugestivas.

Así pues, nuestro mundo parece un interminable centro comercial atiborrado de anuncios. Basta encender un computador, darle un vistazo al smartphone o salir a la calle para sentir su opresión sobre la mente. La aparición de “advertencias”, notificaciones o avisos informativos —que son en realidad publicidad, no olvidemos la raíz del anglicismo “advertisement”— nos solicita sin cesar, se interpone en nuestro rumbo. Este zumbido permanente crea una atmósfera que nos desorienta, nos impide dormir tranquilos y nos lleva al insomnio como un enjambre de mosquitos nocturnos. Sin embargo, ese ruido se camufla bajo la fachada de “información indispensable”, se vende a sí mismo como una “guía” del bondadoso sistema que nos ayuda a conseguir lo que deseamos fácil y rápido.

En el lenguaje de la informática moderna la entropía tiene una definición que encaja con las circunstancias de nuestra cotidianidad digital. Comúnmente entendida como caos o desorden interno, es también el nivel de “duda que se produce ante un conjunto de mensajes del cual se va a recibir uno solo”[3]. Cualquiera que trate de buscar información en internet (sobre todo en redes sociales, páginas de empleo o de venta de artículos) no tardará en vivir ese momento de titubeo; estar rodeado de mensajes que reclaman la mirada y no saber qué hacer. Por lo general casi ninguno de los comunicados tiene un interés real, y a veces lo peor de todo es que hay tal cantidad que finalmente nos aturden y no entendemos nada. ¿Adolecemos la necesidad del silencio?

III

En un prodigioso libro llamado Silencio (1992), el músico John Cage deja en claro que el ruido es una parte indispensable y esencial de nuestra existencia. “Donde estemos, lo que oímos es, en su mayoría, ruido. Cuando lo ignoramos, nos molesta. Cuando lo escuchamos, descubrimos lo fascinante que es”[4]. Pero más que el ruido en sí mismo, lo importante es la actitud consciente del oyente, su facultad de observación que le permite mantener una vigilancia serena. El problema de vivir expuestos al constante bombardeo mediático es que poco a poco su intensidad –el exceso de sus imágenes nítidas y precisas– nos despoja de dicha capacidad y nos hace entrar en un permanente estado de alienación.

De hecho, en el libro Cage cuenta que una vez tuvo que ir a un cuarto “anecoico” (libre de eco), en la universidad de Harvard, para hacer una grabación. Las paredes de la habitación, construidas con un aislante especial, dejaban no obstante oír dos sonidos; uno alto y otro bajo. Cuando se lo contó al ingeniero que se ocupaba de la sala, éste le dijo que el sonido alto era su propio sistema nervioso funcionando, y que el bajo eran los latidos de su corazón, la circulación de su sangre, el pulso. “Hasta que muera habrá sonido, y después de mí, continuará”, concluye[5].

Una escucha minuciosa del mundo conduce a la serena consciencia de uno mismo, como pregona la meditación, el budismo y la fenomenología trascendental. Quizás a eso se refería Emil Ciorán, el filósofo de la elevación a la profundidad, al afirmar que “empezamos a saber qué es la soledad cuando escuchamos el silencio de las cosas”[6].

Los motores, los carros y diversos tipos de máquinas producen un nivel de ruido constante en la atmósfera (“un 80% de la contaminación acústica”[7]), pero los dispositivos creados por y para la comunicación suenan a su propia manera. Si bien los computadores y la variada gama de pantallas no emiten un ruido-ambiente considerable, tan solo un inquietante “zumbido”, su transmisión crea otro tipo de interferencia; la visual. Con la pandemia se vio reforzado su perjuicio, especialmente en las ciudades, donde la cantidad de pantallas es hasta tres veces mayor que la de personas en espacios cerrados.

Además, el uso de los aparatos es aún más problemático en la experiencia del libre mercado, del productivismo y de la competitividad; en vez de ayudar, termina por atrofiar las mentes o hacerlas esclavas del sistema de consumo. Un anuncio nos lleva a otro, seduce nuestro siempre-insatisfecho deseo; tras comprar una bicicleta nueva en Mercado Libre la pantalla se inunda con ofertas de pedales, ruedas de velocidad o faros. En las redes sociales una notificación nos conduce a otra, activa las dopaminas en nuestro cerebro —esos neurotransmisores del placer y la relajación que estimulan la competitividad, la búsqueda del reconocimiento social y el deseo—, y lo impulsan de tal manera que suelen crear una relación problemática (y en muchos casos malsana, adictiva) con los dispositivos. Es evidente, entonces, que las pantallas hacen ruido y aumentan nuestra entropía.

Es innegable también que la tecnología lo facilita todo y lo pone sobre la mesa a un par de clics de distancia. Pero con el paso del tiempo, la satisfacción inmediata de la apetencia se vuelve una vivencia abrumadora, nos abisma internamente. Cuando afuera todo es instantáneo, fácil y claro, lo que se oscurece son nuestros propios deseos. El panorama entero es tan atractivo que ya no sabemos qué queremos en realidad. La tecnología logra tal precisión y nitidez que mucha gente tiene la tenebrosa impresión de que el algoritmo sabe más sobre ellos que ellos mismos. Esto suscita una indecisión sostenida y una imposibilidad de crear un vínculo sólido con otros: “la alta definición de las pantallas no deja nada indefinido en las mentes de los consumidores”, afirma Byung-Chul Han en La Agonía del Eros (2014)[8].

Además, la tecnología de hoy tiene un alcance mundial que impone cierta homogenización. Por más pequeña que sea una tendencia, una moda o una forma de hacer las cosas, la globalización hace que esta no pase desapercibida y tenga una incidencia sobre otro grupo de personas en casi cualquier rincón del planeta. “Nada permanece intacto y sin contacto”[9], afirmó Bauman.

En 1930 Sigmund Freud anticipó este descontento en El malestar en la cultura (1930). Su ensayo, una de las críticas esenciales al advenimiento del neoliberalismo y la globalización, hablaba de volvernos víctimas de la perfección de nuestras propias invenciones[10]; los amantes que antes debían esperar días, semanas o meses para encontrarse, pueden ahora llamarse e incluso verse la cara varias veces al día. ¿Y cuál es el problema? Aunque sea provechoso en primera instancia, este fenómeno supone una frustración mayor, la frustración de la espera y la imaginación. Hemos olvidado cómo esperar.

La inmediatez tecnológica no sólo nos procura el tedio de lo habitual y lo cotidiano –hoy día uno se adapta tan rápido como se aburre–, también nos sumerge de lleno en la constante experiencia de la interrupción –la dificultad para completar ciclos de concentración sin revisar nuevamente la pantalla más cercana para buscar alguna “novedad”. Y peor aún, se incrementa la posibilidad de auto-sabotaje, bloqueo mental e incomunicación, al mismo tiempo que se debilita la disposición del anhelo y la fantasía.

Lo difícil hoy día es cerrar los ojos, escuchar el silencio.


[1] No extraña por eso que muchas culturas alrededor del planeta tengan un relato mitológico del Génesis que involucra el lenguaje: “en el principio era el Verbo”, dice la biblia. Por lo tanto, sólo la palabra, incluso el canto — en el Kalevala, epopeya del folclor finlandés, el mundo no fue creado sino cantado— dan origen al mundo.

[2] San Juan de la Cruz, La noche oscura del alma, p. 83. Disponible en línea en: http://biblio3.url.edu.gt/Libros/JCruz/JCruz_NocheOscura.pdf

[3] https://www.wordreference.com/definicion/entrop%C3%ADa

[4] “Wherever we are, what we hear is mostly noise. When we ignore it, it disturbs us. When we listen to it, we find it fascinating” en CAGE, John, Silence: lectures and writings, p. 19.

[5] “Until I die there will be sounds. And they will continue”. Cage, John, Ibídem.

[6] Cioran, Emil, Ese maldito Yo, 2006, Tusquets, p. 190. 

[7] Estudio realizado en España en 2017: https://www.compromisoempresarial.com/rsc/2017/08/contaminacion-acustica-la-amenaza-invisible/

[8] Chul-Han, Byung, La Agonía del Eros, Herder, 2014, p. 36.

[9] Bauman, Zygmunt, Tiempos líquidos, Tusquets, 2007, p. 12.

[10] Freud, Sigmund, Obras completas, vol. XXI, Amorrortu editores [trad. de José Luis Etcheverry], Buenos Aires, 1992, p 65.

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