Hoy en día, todas las fuerzas políticas, sin importar su ideología, coinciden en que la democracia es la forma más conveniente de gobierno. Se trata de un acuerdo común, pero sólo en apariencia. Cada facción entiende cosas muy distintas sobre lo que implica la democracia.
Los grupos más conservadores insisten en que los procesos de democratización deben concentrarse en organizar elecciones, es decir, en legitimar los cargos que aspiran a ocupar. Cualquier otra apelación al pueblo es tachada de populismo. Por ello es que celebran tanto la alternancia entre partidos y desdeñan otros mecanismos más horizontales, como el plebiscito.
En contraparte, existen otras propuestas que otorgan mayor importancia a que los sectores populares se involucren en todos los ámbitos de la vida pública; que aspiran a sociedades más igualitarias en las que todos participen directamente en la toma de decisiones, sin necesidad de intermediarios.
Bajo una lógica más cercana a este segundo supuesto, la Unión Europea evalúa la calidad de sus democracias. Con el Informe País sobre la Calidad de la Ciudadanía en México, publicado en 2014, se intentó hacer un ejercicio similar. El diagnóstico fue que la ciudadanía desconfiaba de las autoridades y de las instituciones y, aún más preocupante, no veía la conveniencia de mantener un régimen democrático, pues sus necesidades eran ignoradas por la clase política. En el documento se advertía que era urgente incrementar el nivel de confianza en las instituciones y promover acciones que permitieran la participación de la ciudadanía.
El informe no tuvo mayor repercusión. Aunque hubiera sido importante que fuera una publicación periódica, el Instituto Nacional Electoral (INE) tenía otras prioridades, no necesitaba que le recordaran que estaba promoviendo un modelo obsoleto de democracia. Con su idea trasnochada, justificó que todos sus esfuerzos se concentraran en los partidos políticos y no en el ejercicio pleno de la ciudadanía.
Visto en perspectiva histórica, cuando existía un modelo de partido único y las disputas acontecían al interior, no era necesario un organismo como el INE. En el momento en que esa clase política se escindió en varios partidos para dar la idea de pluralidad, comenzó a cobrar sentido tener una institución donde se pudiera colocar a sus incondicionales para que defendieran sus intereses y, así, intentaran atarse mutuamente las manos.
Actualmente, ese modelo, al que pertenecía el INE, está en crisis, sobre todo porque casi nadie se siente representado por los partidos políticos tradicionales. Por tres décadas se comportaron como entidades herméticas que sólo se abrían en el momento en que pedían el voto. El resto del tiempo permanecían inmutables ante las demandas populares.
La pregunta central en torno a la reforma electoral es: ¿qué defienden quienes defienden al INE? En general, quienes han salido a defenderlo son grupos que eran beneficiados por el modo en que se hacían las cosas. Por ello no nos extraña que estén a favor de mantener una forma de hacer política en la que la gran mayoría está excluida.
Los mismos que defienden al INE son quienes inhiben la participación en la consulta, pues se sienten dueños de la esfera pública, son los que se sienten cómodos haciendo acuerdos tras bambalinas, como el Pacto por México, en el que una pequeña élite decidió el destino del país, cuidando sus intereses y no los de la nación. Cuando no todos pueden acceder a un derecho, no se trata de un derecho sino de un privilegio. Eso es, justamente, a lo que se aferran.
El INE respondió a una sociedad que ya dejó de existir. A estas alturas de la historia, se debe tener una noción bastante retorcida de la democracia para creer que es necesaria una élite burocrática que se encargue de tutelar los derechos políticos de los mexicanos. No se puede ser demócrata si no se confía en la capacidad del pueblo para gobernarse. El INE requiere de una transformación profunda que dé lugar a mecanismos de participación más horizontales. Ya no podemos seguir atrapados en el engaño de una democracia en la que se quiere gobernar en nombre del pueblo pero sin el pueblo.