Después de 26 años, sanciones, embargos, presidentes reales y uno títere, varias tentativas de golpe y una guerra mediática sin precedentes, es casi imposible hablar de Venezuela y su revolución bolivariana sin suscitar fuertes pasiones por un lado y por el otro. Y así ha sido, con creces, en las elecciones presidenciales del 28 de julio. Mientras Estados Unidos puede pasar por varias semanas de desorden antes de certificar sus resultados presidenciales —con dos ganadores en este siglo tras perder el voto popular y con el Congreso invadido por vándalos en la última ocasión—, una serie de figuras de mala fe insiste en que Venezuela tiene que resolver su proceso ya, ayer, chasquido de dedos, porque si no, alzarán sus imperiosas voces para sentenciar un sistema que en tantos casos ni siquiera conocen. Para luego pasar a otra cosa, dejando a banqueros, petroleros y carroñeros de la prensa corporativa salivando ante la posibilidad de un nuevo botín.
En tales circunstancias, ¿cuál debería ser la respuesta de un actor internacional de buena fe? La del presidente mexicano esta semana ha sido instructiva.
En primer lugar, no abona a la histeria, dejando que el proceso de conteo y escrutinio termine, en lugar de sacar un pronunciamiento apresurado. Aunque esto no exima al Consejo Nacional Electoral (CNE) de responder a los cuestionamientos que han surgido, reconoce los tiempos que marca su propia ley, además de las trabas tanto nacionales como internacionales que se han colocado en su camino. Y no es un caso único: en el caso de la elección de 2020 en Estados Unidos, Andrés Manuel López Obrador también insistió en esperar el dictamen oficial antes de felicitar a Joe Biden. Por más que fuera criticado por ser “amigo de Trump”, en realidad terminó siendo más respetuoso de un proceso electoral ajeno que muchos de sus propios ciudadanos.
En segundo lugar, rechaza todo tipo de intervencionismo. “Y que no metan las manos ni las narices quienes no actúan de verdad en forma democrática, porque en nombre de la democracia se cometen atrocidades”, afirmó el mandatario en su conferencia mañanera del 30 de julio. Si quedaba alguna duda acerca de las narices a las que se refería, especificó: “¿Qué se tiene que meter la OEA (Organización de los Estados Americanos)? Eso es injerencismo, por eso la OEA no tiene credibilidad. ¿Con qué fundamento la OEA sostiene que ganó el otro candidato? ¿Dónde están las pruebas?”.
Al día siguiente, el presidente informó que México no asistiría a la reunión convocada por dicha institución para abordar el asunto, dado que no estaba de acuerdo con su “actitud de parcialidad”. En pocas palabras, se trata de no ser ingenuo acerca del contexto geopolítico en el que se inserta el caso de Venezuela y no salir, a lo Gabriel Boric, con afirmaciones protagonistas que envalentonan a los peores actores.
Tercero, teje alianzas internacionales. En contra de las estridencias de Argentina y Perú, México ha encontrado aliados en Brasil y Colombia. Al igual que López Obrador, Luiz Inacio Lula da Silva se ha dicho convencido de que la elección venezolana fue normal y tranquila, y que las dudas se aclararán al seguir el proceso judicial pautado. Por su parte, Gustavo Petro —que tiene que preocuparse por las secuelas migratorias de un conflicto civil— ha propuesto combinar un escrutinio transparente e internacional con una suspensión del bloqueo económico de Estados Unidos. Aunque la probabilidad de que el gobierno de Biden haga su parte es casi nula, su afirmación tiene la virtud de vincular la polarización electoral interna con las presiones exteriores a ultranza que Venezuela ha tenido que aguantar durante largos y penosos años.
Así, el presidente de México apunta a una solución regional del conflicto, en lugar de ceder la plaza a organismos que no velan por el bien de Venezuela, sino por el de sus amos imperiales.
No es seguro, bien entendido, que el plan funcione. Con tanto petróleo y oro en juego, todavía es posible que la situación se salga de control. Pero el pueblo venezolano tiene un largo historial de resistencia ante embestidas previas; y en cuanto a México, su papel de “hermano mayor” exige este trabajo de contención y diplomacia: en medio de la tormenta, ser la calma.