Una marcha de clase

Columnas Plebeyas

A contramano de los cientos de personas que apenas regresaban por el Paseo de la Reforma hacia Lomas de Chapultepec me encontré con un fenómeno político sin precedentes: la movilización callejera, casi exclusiva, de sectores medios y altos. Lo primero que me llamó la atención fue la extraordinaria homogeneidad social de los contingentes dispersos. Pensé que, efectivamente, se trataba de una marcha convocada, organizada y realizada por un sector de la población que no podía esconder su pertenencia de clase. Las crónicas del día después han mostrado las peculiaridades de un sector social no acostumbrado a utilizar el legítimo derecho de la manifestación pública como forma de movilización de sus intereses. En la marcha del domingo había una pasmosa pobreza en las consignas: “El INE no se toca”, se repetía como dogma de fe. 

Los carteles que sostenían con sus manos, cubiertas de bloqueador solar, oscilaban entre la estrechez imaginativa y la agresividad. Predominaban el blanco y el rosa en las camisetas, blusas y, los menos, playeras; también los sombreros y lentes de sol que en su conjunto daban la impresión de portar un atuendo propio para la visita a una zona arqueológica. Qué alérgica debió resultar la calle para aquellos que siempre la han considerado el vertedero del mundo chairo. Mi asombro no disminuía, al contrario, se acrecentaba, las personas se parecían mucho entre sí: mismas consignas, misma ropa, mismo color de piel. 

Por eso, en réplica a una crónica no muy elegante que escribió el lunes Héctor de Mauleón para El Universal, en la marcha del domingo yo no vi “agolparse” en esos “ríos de gente” la pluralidad que se atreve a nombrar en su artículo: la comunidad LGTB, grupos feministas, estudiantes (que, por simple inspección, sin duda había, sólo que con una presencia muy acusada de escuelas privadas). Pero el grado de telerrealidad más flagrante del señor De Mauleón es cuando afirma en marcado tono bíblico esto en su texto: “Y se agolpaban también miles de ciudadanos de diversas edades que llegaban desde todos los puntos de la geografía urbana”. El comentario me extrañó sobremanera, más viniendo de alguien que presume de su erudito conocimiento de la Ciudad de México en un programa al que no pretendo regatearle mérito alguno; pero la mentira no es inocente, intenta manifestar que fue una marcha que engloba a toda la ciudadanía de la capital y que, en toda su pluralidad, desbordó Reforma y sus ecos sonaron por toda la nación. Un video tomado a ras de asfalto desmentiría ese clamoroso “júbilo ciudadano” del que habla el cronista. 

Yo, de buena fe, lo que presencié lastimosamente no fue júbilo, sino un acto de intolerancia, tan característico de ese racismo de clase, que sin pudor mostraron algunos asistentes al correr del Paseo a una pareja de chicos que apenas podía sostener la cabeza en alto frente a los insultos, vituperios y el griterío de decenas de personas que exclamaban: “¡Fuera, fuera, fuera!”. Al parecer uno de los chicos mantenía un debate con una persona cuando fueron abordados por decenas más, que los miraban con desprecio. Se escuchó un: “Ya lárgate por tu beca, pinche chairo”, luego a otro se le ocurrió emitir una trasmisión en vivo por su celular, de la que me permito citar textualmente sus palabras: “No quiero ser racista, pero para ser chairo hay que tener gorra, vestirse como pendejo y tienes que tener desgraciadamente en la mente una idea tan pendeja para no poderla defender con argumentos. Esto se soluciona de la siguiente manera, gente”, decía para luego enfocar a quienes arengaban a los muchachos para expulsarlos. 

Recordé inevitablemente el reprobable incidente con Denise Dresser en el Zócalo, pero, a diferencia de lo que pasó con ella, que supongo vale más su presencia en una plaza pública que la de dos chicos que fueron expulsados arteramente por hombres y mujeres que no dejaron de insultarlos, no hay ninguna repercusión en medios hegemónicos y en las redes por este acto de intolerancia y racismo de clase que incluso fue grabado cuando menos por cinco celulares. 

Luego de este incidente, seguí caminando hacia el Monumento a la Revolución. Entre las aquellas personas tan iguales entre sí distinguí a Claudio X. Gónzalez. Caminaba lento y visiblemente cansado, apenas acompañado por un grupo muy reducido de personas. Nos miramos a los ojos y por un instante notó que mi mirada no contenía un ápice de admiración, sino un frío reconocimiento. Sonrió con tibieza y asentí con la cabeza cuando mi mirada ya reflejaba la convicción de que efectivamente caminamos por rumbos contrarios y que el país de esa fracción de ciudadanos tan parecidos entre sí que marcharon el domingo no representaba ni mínimamente las necesidades e inquietudes de todos los puntos de la geografía de un país mucho muy complejo y diverso. 

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