Un mundo sin el mal

Columnas Plebeyas

El otro día estaba paseando por las calles de la ciudad. Un recorrido sin rumbo, en el calor húmedo que caracteriza a esta y a muchas otras ciudades. La brisa del mar no llegaba a refrescar el aire denso, la lentitud de los transeúntes denotaba que en la ciudad no había prisa. No estoy acostumbrado a los lugares lentos, que van despacio. Me parece siempre que se me está olvidando algo importante que hacer, algo improrrogable. De esa forma, no logro disfrutar de la calma generalizada porque la angustia dentro de mí obliga mi mente a construir pensamientos enredados encima de otros y de otros y de otros, hasta que pierdo el hilo del pensamiento original y me desvío en el calor.

Mientras caminaba, decía, un hombre de aspecto elegante, saco rosado y corbata, panamá blanco, bastón de madera oscura incrustado con motivos africanos, interrumpió mis pensamientos al dirigirme la palabra. 

—Tuve un sueño en el que estaba en Canadá —me dijo.

—Escucho —le contesté. 

El hombre, que parecía tener 63 años, prendió un cigarrillo con un encendedor de madreperla y plata. 

—Platicaba con la gente, me daba cuenta de que se daba un fenómeno muy bizarro.

Un hilo de humo salía de la brasa en la punta de su cigarro. Una pequeña nube gris se iba formando al salir de sus fosas nasales. 

—En la conversación se generaba silencio cuando alguien decía algo desagradable, una grosería, un insulto. Sencillamente, no se escuchaba más. No salían las palabras de la boca. Tampoco se veían los objetos negativos, como por ejemplo este cigarro. Ni las pistolas ni las gorditas de chicharrón. 

El hombre se ajustó los lentes de sol con la mano derecha, con un gesto coqueto, vanidoso, diría yo.

—Al principio me sorprendía. Más bien, me sentía inquieto. No entendía lo que estaba pasando. ¿Por qué no podía ver cosas? Sacaba el celular de mi bolsillo, así, mire —dijo sacando un aparato de última generación—. En el celular veía un video pero no salía ningún sonido. Es porque las cosas que se estaban diciendo eran ofensivas. Así, me explicaron que para el bien de la sociedad habían decidido en Canadá eliminar el mal. Eliminarlo a la vista. Las cosas malas, por ley, se volvían invisibles. Seguían ahí, claro, pero ya no se podían ver, para que no molestaran, para que no causaran traumas a las personas. 

El cigarrillo no había desaparecido de su mano, aunque se volvía cada vez más corta la parte blanca y larga la ceniza gris.

—Entonces veías hombres de la limpieza cargando un bote de basura invisible, porque se sabe lo desagradable que es a la vista un conjunto de deshechos. 

—Se sabe.

—Poco a poco iba desapareciendo de la vista una botella de aguardiente, porque ofendía a los abstemios; una hamburguesa doble con queso gouda, porque ofendía a un artista vegano; un cuadro de Picasso, porque ofendía a una secretaria deforme. Pero era por nuestro bien. Por el bien de todos. Y, por supuesto, de todas. 

El cigarro ya había desaparecido de su mano, después de haberse convertido en humo y haberse perdido en el aire infinito, denso de calor. 

—Nadie preguntaba, en mi sueño, por qué había que eliminar el mal. A nadie se le ocurría. Ni a mí. Que por cierto también desaparecía. 

Y sin más se quitó el sombrero y se secó la frente. No desapareció de mi vista, pero sí de esta historia.

(Si me preguntan a mí, no sé interpretar los sueños. Pero pienso que es muy peligroso querer limpiar el mundo y considerarse bueno, y que el mal de uno es el bien de otro. O por lo menos así me pareció aquel día lento en la ciudad caribeña. Pero quizá fue un efecto secundario de esa calor tan rica e insoportable).

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