Revolución masculina

Columnas Plebeyas

Hay una asociación simbólica entre Dios y Padre tan ridícula que me parece muy raro que los hombres no hayan discutido en el contexto actual según el que, y coincido, lo personal, lo familiar y lo íntimo es y debe de ser visto como un asunto político. La asociación simbólica a la que me refiero, entre Dios y Padre, no necesita mucha demostración; basta ver cómo se le llama a Dios: Dios Padre, cómo se les llama a los sacerdotes: Padres, cómo se refiere Jesús a Dios: mi Padre, cuál es la primera persona de la trinidad: el Padre, cuál es la oración cristiana por excelencia: el Padre Nuestro. 

Se trata de una asociación obvia, pero, repito, lo que no resulta obvio es que no se haya puesto en el terreno político por parte de los hombres. Quizás promulgar una revolución masculina no suene muy masculino; quizás sea mejor dejarlas hablar, a las mujeres, me refiero; que les encanta, les encanta hablar, se dice… Quizás por eso —es decir, por machismo— no se ha denunciado lo que a todas luces es una injusticia con repercusiones políticas alarmantes. Las luchas políticas que ponen en el centro lo doméstico, los análisis más minuciosos del hogar como reproductor de formas de poder han olvidado este despropósito occidental de que los hombres, como padres de familia, queden —incluso más allá del muy bien señalado mandato de masculinidad— con el Nombre-del-Padre a cuestas. 

Imaginemos una escena muy simple para dar una pincelada aunque sea muy gruesa de este escándalo: imaginemos a una mujer, madre de familia, culta, feminista, con el vocabulario referente al patriarcado común en la teoría de género; imaginemos a esa mujer en un divorcio recriminar al hombre ser misógino, homofóbico, racista y especista. Imaginemos que no sea cierto, que ese hombre no sea realmente ni misógino, ni homofóbico, ni racista, ni especista. Supongamos, en este experimento mental, que esos adjetivos estén mal utilizados, que no correspondan al caso, e intentemos explicar esto antropológicamente sin achacarle al feminismo su popularidad. 

A ese hombre se le reprocha con adjetivos equivocados, pero —insisto— no utilicemos nuestro ejercicio mental para criticar las posibles equivocaciones de las feministas; vayamos más allá. La furia de esa mujer se relaciona con el no haber sido suficiente. Y el no ser suficiente está relacionado, porque así está asociado en nuestra cultura, ni más ni menos que con Dios. 

Quizá no sea fácil mostrar el problema en unas cuantas líneas, pero el padre es siempre insuficiente; hay que ver, incluso entre los buenos hombres, buenos padres de familia, cómo se impone, con una fuerza desconocida, la convicción de que el padre no es. Y algo doloroso se construye en torno a ese no ser. Le faltó responsabilidad, voluntad, determinación, fuerza, decisión… cualquier reclamo en torno al hombre de carne y hueso, cualquier reclamo, obviamente bien justificado; obviamente, puesto que los padres no son sino hombres de carne y hueso, puede aparecer en uno u otro momento crítico de una familia. La popularidad del agravio es moneda corriente; en todo tropiezo del padre-no-padre o, mejor dicho, del padre-no-dios, puede aparecer el daño y la familia de nuestra época se queja. 

Esto es relevante puesto que la movilización feminista, si no pasa por el duelo de la asociación simbólica de Dios Padre, puede provocar, sin que ni siquiera se dé cuenta de ello, un apuntalamiento a lo que constituye una de sus principales preocupaciones: la violencia. Si al padre se le recrimina conscientemente el patriarcado e inconscientemente el no ser, ni  de cerca, un dios, la violencia intrafamiliar queda asegurada. 

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