Siempre me ha dado miedo compartir mis opiniones. Pienso que hace falta tener un montón de elementos, evidencias, pruebas, documentos, comprobaciones y ejemplos concretos para poder emitir un juicio sobre algo que está pasando. Admiro mucho a las personas que saben cosas, que están seguras de lo que saben y van por ahí diciendo “esto es así y pasa por esto”. Me imagino su cerebro perfectamente bien organizado con millones de cajoncitos etiquetados con diferentes temas de los que sacan una opinión pertinente para cada ocasión. Al terminar de opinar regresan la tarjetita a su lugar sin importar si su interlocutor opinó distinto, o si les presentó algún argumento o prueba que refutara lo que acaban de opinar. Misma tarjetita, mismo lugar. Eso también me sorprende: las personas que opinan lo mismo durante mucho tiempo, las personas que no se permiten cambiar de opinión o las que no se lo permiten a otros (esos ociosos del stalkeo que viven del “siempre hay un tuit”).
A muchas personas que estudiaron comunicación o periodismo les obligaron a leer un recetario sobre los géneros periodísticos donde un dramaturgo ya fallecido y un reportero aficionado a calumniar explicaban las diferencias entre una nota, un artículo, una entrevista y un reportaje. Aunque en los últimos años se ha transformado radicalmente eso que conocemos como periodismo, aquel manual sigue siendo la referencia de muchos, ofrece cajitas y tarjetitas para clasificar lo que nos encontramos en los medios. Si algo publicado no cuadra, entonces son mezclas (como si el manual Leñero-Marín fueran los colores primarios) o son producto de aficionados que no se aprendieron las recetas.
Uno de los dogmas principales de los seguidores de aquel manual era la línea entre las personas que podían opinar y las que no. El periodista de calle, el reportero, el de la fuente, tenían que limitarse a los hechos, estaba prohibidísimo que dejara ver su propia opinión; mientras que los veteranos, los señoros de escritorio, eran los designados para opinar, junto con los integrantes de la academia, que por azares del destino sabían comunicarse más allá de su slang disciplinario, y los políticos que sabían redactar. Ellos eran la “opinión pública”, un espacio reservado para unos cuantos.
Ahora la opinión es la moneda de cambio y se contempla en esos artefactos desprovistos de sentido (como decía Bourdieu) llamados charts de big data, el periodista es en tanto opina, no en tanto informa: los reporteros acuden a una conferencia de prensa a presentar sus propios puntos de vista e intentan convencer al declarante de que está equivocado; valoramos a un medio por las firmas de opinantes y no por el equipo de informantes; los grandes medios siguen sin tener mecanismos claros de réplica porque las audiencias en lugar de exigir un ombudsperson abandonan su posición de expectante y devienen opinantes.
Aquel personaje solitario (interpretado por Nicola di Pinto en Nuovo Cinema Paradiso) que gritaba “La piazza è mia” a mitad de la plaza pública ahora somos multitud.