Soledad: lava tu cuerpo
con agua de las alondras,
y deja tu corazón
en paz, Soledad Montoya.
Federico García Lorca
Estoy convencido de que aprender a estar solo debería ser parte esencial de la educación. Y quizás esta idea tan rotunda me surge de los tormentos que he aguantado al lidiar con el aburrimiento. El tedio de mí mismo solo tiene dos claras vías de escape: olvidarme de mí en los demás (pensar) y olvidarme de mí en el afuera (actuar). Es famosa la anécdota final de Veinte Años después, la última obra de Alexandre Dumas que ocupa la saga de D’artagnan y sus secuaces. Porthos, el más guapo, valiente y tonto de los tres mosqueteros, tiene la misión de infiltrarse en una catedral, poner una bomba y encender su mecha, hazaña que logra sin muchas dificultades hasta el momento en que huye del lugar al trote, entonces observa el piso y comienza a pensar; se maravilla de sus propios pasos, piensa en todo lo que implica que sus extremidades se coordinen en un movimiento firme y acompasado, y no tarda en tropezarse con sus propias piernas, tras lo cual unos soldados lo atrapan, lo arrestan y la bomba estalla matándolos a todos. Pensar no solo implica detenerse; a veces implica tropezarse y caer.
Para nadie es un secreto que hay pocas cosas tan difíciles como lidiar con uno mismo; es una habilidad preciosa, un arte del cual muchos carecemos y cuya práctica sería de gran provecho para las futuras generaciones (un impulso fantasioso me hace imaginarlo como un saber familiar que podría transmitirse de generación en generación). Saber ejercer la soledad, algo tan importante como vivir en comunidad, con la diferencia de que ir a la escuela y salir a la calle ya implican un aprendizaje social. En cambio, las experiencias solitarias —realmente solitarias— son cada vez menos frecuentes en nuestras vidas. Y por si fuera poco, nuestras sociedades híper-productivas e individualistas, no enseñan nada (o lo hacen escasamente) sobre la soledad.
Escribía Pascal en sus Pensamientos que “todas las desgracias del ser humano le vienen de no saber quedarse tranquilamente en una habitación”. Hasta cierto punto este aforismo refleja una vivencia familiar a cualquiera. ¿Qué habría pasado si no hubiera salido esa noche?, diría alguien. ¿Valió la pena asistir a tal fiesta, a tal reunión, a tal evento?, nos preguntamos muchos. ¿De algo sirvió entrar en tal discusión, en aquél convite? ¿Y si me hubiera quedado en mi casa, en la costumbre de mí mismo, sin buscar una compañía que resultó más aburrida que mi propia soledad?, dicen quienes se rehúsan a aceptar la tiranía del pasado. Por eso no juzgo, ni mucho menos culpo los bebedores habituales de una cantina que pasan sus noches monologando frente a una barra, pues de cierta forma no es del todo distinto de la experiencia del soliloquio atento que propone la terapia psicoanalítica.
Resuena la famosa máxima de Sartre: “El infierno son los otros”. Pero en el fondo sé que no. Porque sabemos, además, que el exceso de soledad puede ser contra producente, así como el exceso de silencio resulta ensordecedor. Si fuera así de simple bastaría con refugiarnos como ermitaños o anacoretas, sacudir los deseos y las frustraciones en un paseo por la montaña. Las aprehensiones de la vida humana tienen algo de inevitable. “Si motivado por el miedo y tu egoísmo, piensas renunciar a la lucha en la batalla de tu vida, vana es tu decisión, pues definitivamente la naturaleza te empujará a luchar de un modo o de otro”[1], le dice Krishna al príncipe Arjuna en el poema épico hindú del Bhagavad-gita, ante su duda de acudir a la guerra de Kurukshetra.
¿Entonces de qué sirven los demás? ¿por qué somos animales de manada, como el lobo estepario de Herman Hesse? Las razones, las excusas, los hechos no faltan. Los demás nos dan otra visión de nosotros; nos convencen de que somos mejores, peores o distintos de lo que creemos. Por eso los necesitamos cada tanto; para que nos hagan justicia y nos mientan, para que nos halaguen y nos confronten, o en todo caso para salir de la prisión del ego, “ese maldito yo” como diría Emil Ciorán. Desde luego, el sentimiento es mutuo, recíproco; ellos nos necesitan con la misma finalidad. Nuestra mirada los completa y los define tanto como la suya a nosotros. Y comprobamos que uno de los curiosos placeres de la vida social consiste en elogiar, cuestionar u ofender a alguien que no lo merece –y mejor aún si lo merece. “Espejito, espejito: ¿quién es la más bonita?”, proclamaba la reina malvada en La bella durmiente todas las mañanas ante el espejo mágico en un singular ritual de autoestima, y esa misma proclama bien podría ser nuestra cuando hablamos con nuestras madres, padres, novixs y amistades. Ellos nos convencen de una mentira (o de otra verdad) que en el fondo nos tranquiliza y nos permite evadirnos, salir de nosotrxs. El lío surge cuando esta voz ajena es tan constante o intensa que se vuelve un agente distractor, un discurso que nos impide tener una noción de quiénes somos. En sus inusuales entrevistas el realizador ruso Andrei Tarkosvky manifestó su preocupación por dicho problema entre la juventud:
(…) me gustaría decir que ellos [los jóvenes] deben aprender a estar solos y tratar de pasar el mayor tiempo posible por sí mismos. Creo que una de las faltas de los jóvenes de hoy es que ellos tratan de unirse en torno a los acontecimientos que son ruidosos, casi agresivos, a veces. Este deseo de estar juntos con el fin de no sentirse solos es un síntoma lamentable, en mi opinión. Cada persona tiene que aprender desde la infancia cómo pasar el tiempo con uno mismo. Eso no quiere decir que debas ser solitario, pero uno no debe aburrirse de sí mismo porque las personas que se aburren en su propia empresa me parecen en peligro, desde el punto de vista de la autoestima.[2]
Y es que no es fácil; además de un esfuerzo personal y cierta sensibilidad, la soledad implica sobre todo paciencia. En buena medida, el arte del auto conocimiento reside en tener paciencia, en saber esperar. De ahí a la escucha, hay tan solo un paso. Y esta, se sabe, es la piedra angular de la empatía (sentimiento maltratado, banalizado y con frecuencia confundido con la condescendencia). Porque saber estar solo y saber estar con los demás, son cualidades homólogas y retroactivas. “No nacimos solo para nosotros mismos”, escribió Montaigne en su ensayo sobre la soledad. Ser lo suficientemente atento como para permitir que los otrxs se encuentren a sí mismos a través de uno, y no ser lo suficientemente pesado como para que la compañía de uno se vuelva un lastre. En ambas relaciones se juega algo que me gustaría llamar “la soberanía del yo”, o sea la capacidad de agenciar, de sentirse cómodo y en poder dentro de una relación y un espacio social.
Si de alguna forma la soledad entrara con mayor frecuencia en las conversaciones de maestros y estudiantes, entonces ese miedo innato, tan común, de sufrir “la exclusión de la tribu”, podría dar paso a un entendimiento crítico de la vida solitaria y, con un poco de suerte, la soberanía del yo sería menos un ideal que una manera de afrontar la existencia.
[1] Bhagavad-Gita, texto sagrado del hinduismo y parte del Mahabharata, poema épico Indio probablemente escrito en el siglo III A.C. Disponible en: https://www.nueva-acropolis.es/filiales/libros/Bhagavad_Gita.pdf
[2] La traducción es mía. Video disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=_Vvdtaaprzw&feature=emb_title&ab_channel=criterioncollection