Sociedad civil: espacio en disputa

Ensayos

I

La sociedad civil es un espacio político y discursivo en disputa. Lejos está de ser un “territorio” aséptico, despolitizado, ajeno a intereses económicos, neutro y autolegitimado. Ha sido durante las últimas décadas que la teoría política liberal ha hecho un enorme esfuerzo conceptual y de divulgación para convencernos de que la sociedad civil, por naturaleza, es ajena a la lógica del poder del Estado, tanto como al influjo de las tensiones y tendencias de los procesos de acumulación de capital y las resistencias que los confrontan. Cual si se tratara de un remanente maleable e inasible, la sociedad civil se nos ha presentado como aquello que queda una vez que depuramos de la sociedad los sectores de la vida productiva y toda forma de asociación política que dispute los espacios de representación popular del Estado. Es decir, una vez que eliminamos partidos, organizaciones políticas, sindicatos, estructuras parlamentarias, empresas, cooperativas, etcétera, el saldo, lo sobrante, según la intelligentsia liberal, es la sociedad civil.

Residual e indefinible, al mismo tiempo, se nos proyecta como el hábitat natural de la verdadera vida democrática. Así, se ha construido una imagen en la que el ciudadano de a pie –ese que no milita en organización política alguna y que es presumiblemente inmune a los avatares de la vida económica, concentra dentro de sí, en su soledad, una congénita propensión democrática que valida la soberanía y legitimidad de sus opiniones y actos. La estampa de esa ciudadanía es congruente con la concepción liberal de la sociedad como un conjunto de individuos que se agrupa entre sí en la medida en que dicha asociación es el medio para el cabal cumplimiento de sus objetivos particulares y egoístas. Para algunos, incluso, convivimos unos con otros sólo en tanto es el único camino que tenemos para maximizar nuestros beneficios individuales. En torno a ese mismo principio, la democracia se presenta como un recurso regulatorio que vela por la adecuada proporción entre derecho, autoridad y libertad individual –y nada dice sobre justicia social o igualdad sustantiva–. En consecuencia, estas concepciones se esmeran por crear una radical oposición entre la connaturalmente democrática aséptica sociedad civil, de un lado; y los antagonismos de la vida política propia del Estado y los intereses y apetencias de la vida económica, de otro.

 El sesgo de este constructo ideológico ha sido desde siempre el vaciamiento formalista con el que se pretende impermeabilizar nuestra percepción de la política. La política, según su dictum, es asunto de los políticos, es espacio de corrupción y de servilismo a intereses creados, es ajena a la ciudadanía; mientras que la sociedad civil es neutra, autoconstituida y distante del poder, además de ser territorio de una vida democrática que sólo consiste en hallar recursos técnicos de contrapeso al poder estatal. La divulgación de estas ideas coincide plenamente con la historia del neoliberalismo y muestra cómo las décadas de despojo y privatización de los bienes públicos se adornaron con discursos plagados de nociones encubridoras de la efectiva injerencia de los intereses privados en el ordenamiento de la vida pública en exclusivo beneficio de unos cuantos.

II

Los procesos electorales de 2006, 2012 y 2015 mostraron que el voto de las mayorías, es decir, de la sociedad civil era peso muerto para el pacto oligárquico entre actores claramente políticos –primordialmente PRI, PAN y PRD–, instituciones propias del Estado, como la hacienda pública y los poderes ejecutivo y judicial, y agentes de los grupos empresariales más importantes del país.  La celebrada transición a la democracia y el cambio de régimen de inicios de siglo –que hoy se atribuye a los órganos y procedimientos electorales– no amplió de la capacidad de influencia y discusión no restringida en la esfera pública de la sociedad civil, como dictaba la teoría liberal en boga, sino que rearticuló la verticalidad del poder político y económico.

En la debacle política de esos años, los fraudes electorales fueron la evidencia empírica de la alianza entre partidos políticos e intelectuales, grupos empresariales y grandes medios de comunicación, que en conjunto urdieron durante más de una década una narrativa desestabilizadora en contra del aún movimiento encabezado por Andrés López Obrador.

La coalición antiobradorista resultó de una recomposición de las antiguas fuerzas políticas que, durante los últimos sexenios del priismo –particularmente desde el sexenio de Miguel de la Madrid y posterior al fraude electoral de 1988–, enfrentó una nueva correlación de fuerzas producto del cambio de relaciones entre capital y Estado ante a la globalización neoliberal y el TLCAN. Fue a partir del sexenio de Carlos Salinas de Gortari y con toda claridad en el de Ernesto Zedillo que la hegemonía política del PRI requirió de nuevas alianzas para mantener la dirección política nacional. En esta paulatina rearticulación, se sentaron las bases sobre las que el primer gobierno electo democráticamente, esto es, por un claro voto mayoritario en 2000, se convertiría, al mismo tiempo, en un gobierno claramente gerencial dispuesto a subordinar el desarrollo nacional a la dinámica de los procesos de globalización.

Así, mientras presuntamente se fortalecían los organismos y los mecanismos formales de la vida democrática, se anulaba la capacidad de incidencia de las mayorías en la orientación de la vida pública. Por vía de los hechos, se profundizó la brecha entre las clases populares y las élites político-económicas, que permitió una absoluta concentración del poder político en manos de los grupos beneficiados por estos procesos, y en las de quienes sirvieron como sus operadores fácticos (partidos, medios de comunicación, asociaciones civiles). Esta concentración de poder fue condición de posibilidad de la relación entre el gobierno de Felipe Calderón y el narcotráfico, tanto como de la concreción de las reformas estructurales de Peña Nieto.

Esta imbricación de las fuerzas políticas se sirvió del relato de la transición democrática y la ciudadanización autoconsituida como presunto indicador del desarrollo y maduración política del Estado. Pero, en un movimiento contrario y paralelo, a través de abiertos pactos oligárquicos, se validaba el despojo de todos los mecanismos de defensa de derechos laborales, propiedad de la tierra, derecho a la salud, educación y soberanía popular. La relación claramente “organizativa y conectiva” de la sociedad civil, como diría Antonio Gramsci, es decir, de articulación en muchos niveles, en realidad muestra que estos pactos de élite sucedieron en esos enclaves que articulan intereses económicos y políticos concretos. El primer gran antecedente de ello fue el rescate bancario del Fobaproa; y entre los más recientes, los pactos y corruptelas con las que la CFE y Pemex dejaron de ser paraestatales. En tanto los movimientos de la APPO, el magisterio, los electricistas, la demanda del cese a la guerra, lo estudiantes YoSoy132, las luchas de familiares de desaparecidos, Ayotizinapa, todos fueron reprimidos o contenidos políticamente para evitar cualquier injerencia que desastabilizara la relación cupular del poder político.

III

Mientras diversos actores políticos con clara filiación partidaria relacionada al viejo régimen, o cuadros burocráticos identificables con los grupos de poder de los sexenios de Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, intentan camuflar su filiación política e intereses particulares disfrazándose de sociedad civil ­–Va por México, Unidos por México, Frente Cívico Nacional, etc., una mirada crítica de esa noción nos permite utilizarla como una categoría de análisis para comprender las complejas imbricaciones políticas y económicas que tienen lugar en los Estados modernos. Contribuye a entender y distinguir los espacios de conflictividad que acuerpan y articulan intereses y proyectos, y sus transformaciones coyunturales. Ayuda a comprender que el poder político no sólo emana del Estado (sociedad política), sino que también se construye a través del ejercicio de intervención coordinada de grupos y agentes que, sin ser necesariamente parte de un gobierno, sí tienen capacidad de vincular sus intereses estrictamente particulares –como los empresariales– con la orientación general que dan a un proyecto nacional las fuerzas dirigentes o dominantes del Estado. Visibilizar de esta manera la sociedad civil resulta crucial para entender que partidos políticos, medios de comunicación, organismos no gubernamentales, sindicados, iglesias, etc., todos sostienen, en estratos y jerarquías difrenciadas, y bajo determinaciones históricas y coyunturales particulares, articulaciones que crean determinaciones transversales que abren o cierran espacios de intervención política en función de intereses muy concretos. Nos muestra la movilidad de esos agentes y el carécter siempre procesual de la política. Pero, sobre todo, contribuye a entender la centralidad de la disputa por el sentido común, es decir, por la orientación ético-política que permite la concreción social de un determinado proyecto nacional, pues en ella se juega la disposición y los mecanismos que, desde una perspectiva de izquierda, dan contenido a quello de lo que hablamos cuando pensamos en justicia social, democracia, igualdad sustantiva, libertad de expresión, respeto a los derechos humanos, etc. Reconocer la conflictividad y movilidad de la sociedad civil, contrario a lo que sostiene pensamiento liberal, no nos divide, nos politiza, pues apuntala las diferencias de nuestras concepciones de la res publica.

Cerrar