Me pregunto, tal como se hacen preguntas los analistas, es decir, buscando una interpretación, por qué el psicoanalista no busca espacios públicos para opinar sobre política. El psicoanalista es recatado, no se muestra ni pide muestras, tiene una vocación clínica y muy pocos elementos para dirigir una cura: no tiene medicamentos, no tiene tests psicológicos y no tiene consejos; solamente tiene una postura frente a la verdad del inconsciente. Un psicoanalista, lo digo para quien no lo sepa, cura con dos cosas: la verdad inconsciente y el amor; la verdad del inconsciente junto al amor de transferencia. En este sentido, puesto que no tiene mucho más que la verdad para dirigir una cura, el psicoanalista tiene un compromiso con ella; tiene un compromiso y, puesto que la verdad es no-toda, tiene un poco de vergüenza. Los opinadores políticos, por el contrario, suelen ser laxos: ¿cuántos opinadores no dicen cualquier cosa, nada nuevo, y no muestran arrepentimiento de sus errores? Pueden decir lo que sea, se caracterizan por otorgarse muchas licencias, generalmente no investigan, se han olvidado de sus clases, tienen doctorados como yo tengo la primaria, sin recordar nada. El psicoanalista en su práctica no da lo que se le demanda, la escucha convierte la hojarasca en verdad, la palabra del psicoanalista emerge desde su silencio y descubre mundos escondidos, la escucha es hermana del silencio y en la paciencia entregada puede constituir otra cosa; el silencio del psicoanalista, podría decirse, se inscribe en los grandes silencios místicos de la humanidad. Pero, ¿qué tiene que ver la palabrería de la vida pública con el silencio místico del psicoanálisis?
El silencio del psicoanalista en la vida pública es equivalente a la nada, completamente infértil; el silencio del psicoanalista en la vida pública no se explica como se explica el silencio del psicoanalista en el consultorio; el psicoanalista es recatado en los asuntos políticos —a pesar del lugar que tiene en nuestra cultura— no porque haya algo que él sepa y los demás desconozcan, sino porque hay algo que no sabe. Los opinadores políticos se autorizan a decir cualquier cosa porque se ubican bien en las coordenadas de la división política: saben muy bien cómo deslizarse sobre la tensión entre izquierda y derecha; basta con ser de un bando para decir cualquier cosa, siempre habrá simpatía de un lado y repudio del otro. Los errores de los opinadores pasan desapercibidos puesto que el interés se encuentra en el valor de un pensamiento: lo que interesa es la corriente de pensamiento que habla y discute, desde siempre, con la otra corriente; el “baile sincronizado” oculta a los cómodos participantes detrás de la coreografía y el acierto o equivocación personal pasan a segundo plano. Por lo demás, sus equivocaciones resultan irrelevantes puesto que los idiotas —están seguros de ello— siempre son quienes participan de la opinión opuesta.
El psicoanalista no sabe cómo ubicarse en las coordenadas ideológicas sin disipar su vocación clínica porque no ha traducido a términos propios —esta es mi apuesta— la división política. Si bien el inconsciente divide al sujeto, si bien, según Jacques Lacan, el inconsciente es la política, no se ha preguntado qué es lo que divide la política, el psicoanalista no sabe cómo piensa el pensamiento conservador y cómo piensa, y por qué piensa distinto, el pensamiento progresista; el psicoanalista no sabe —aunque es su terreno— de dónde surgen los razonamientos en disputa; sabe que la ideología es un fantasma, pero no sabe de dónde surgen estos dos fantasmas fundamentales; no sabe de qué contradicción lógica están hechas esas maquinas del discernimiento humano, cuáles son los axiomas de estos dos grandes y opuestos mundos de la opinión.