Saltburn: el arte de ser pretencioso

Columnas Plebeyas

Durante días mi novia me habló de una nueva película que estaba por llegar a plataformas digitales; el protagonista de la película es Barry Keoghan, me decía con orgullo y asombro. El mismo al que le bastaron unos minutos en pantalla en Dunkerque, de Christopher Nolan, para cautivarnos a todos. “Perfecto, veámosla”, propuse.

Inmediatamente al iniciar, te das cuenta de que estás frente a una obra de un corte inglés refinado, como bien dice el personaje interpretado por Michael Caine en Tenet. Los ingleses pueden no tener el monopolio del buen gusto, pero sí un interés mayoritario en él. Cada toma de Saltburn está muy cuidada y Barry Keoghan lo hace tan bien que ni siquiera piensas en él como actor; más bien, te fijas en lo que le acontece al protagonista. Además, tiene un coprotagonista tan encantador como la película lo requiere: Jacob Elordi se luce en cada minuto a cuadro.

La fotografía es maravillosa, la película fue concebida para ser bella, cada toma parece un regalo para el espectador. Sin embargo, ¿no fue Sócrates quien alguna vez dijo: “Sólo las almas ruines se dejan conquistar por regalos”? Y es que esta frase es perfecta para definir una película que, con el pasar de los minutos, se va desinflando como un globo lleno de helio del que nos prometieron que saldrían cosas hermosas.

El guion nos hace atravesar por convencionalidades que se quieren disfrazar de símbolos densos y la cámara nos lleva a encuadres que más bien te hacen pensar en la profundidad que no logró, pero pretendía tener. Del final de la película ni hablar; se ha visto mil veces y se terminan uniendo piezas de forma sumamente mediocre para que sientas que hay un genuino giro de tuerca interesante, pero es más bien decepcionante y bobo. El final, además, se utiliza para regalarnos (otro de esos presentes vulgares de los que hablaba Sócrates) una secuencia que nos recuerda a un mediocre remedo de aquel desenlace maravilloso de Druk, protagonizada por Mads Mikkelsen.

El filme termina siendo un niño pretencioso que sueña con que algún día, cuando sea adulto, podrá lograr cosas como las que hacía Stanley Kubrick en Barry Lyndon, donde la fotografía, el guion, las locaciones, las actuaciones, ¡todo!, es reloj suizo construido con maestría para brindarnos una pieza de alto nivel. En cambio, Saltburn no representa al ser, sino que traza un querer ser.

Mientras tanto, a diferencia del cine de Kubrick, donde podemos contemplar el arte de la cinematografía, aquí nos podemos dar por bien servidos contemplando el arte de ser pretencioso.

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