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Mysterium iudicum

¿Todas las materias judiciales son tan complejas como para que ciudadanas y ciudadanos del común no puedan aportar sus luces y su sentido común en un tribunal?

Empiezo con un latinajo porque así de críptica es la profesión legal. Abogados y abogadas hablamos en lenguas que la gente común ni conoce ni domina. Mysterium iudicum se traduce como “el misterio de los jueces”. Podría haber titulado este texto “la cuestión de los jueces” (Quaestio de iudicibus), que es una expresión más neutral, académica, que nos invita a conocer el tema. Pero no. La idea de misterio es adecuada. Implica un amplio campo de desconocimiento popular sumado a una profunda opacidad de parte de las personas “enteradas” —aquellas iniciadas en los misterios de la profesión jurídica.

Empecemos por lo esencial. Cuando hablamos del poder judicial lo hacemos casi siempre después de recitar a sus “dos hermanos”, los poderes ejecutivo y legislativo. Así decidimos enseñarle a la niñez republicana la idea de división de poderes. Chicas y chicos preparatorianos atentos a sus clases de sociología o nociones de derecho positivo probablemente recordarán que la diferencia entre esos tres poderes es que mientras la ciudadanía elige a presidentas, gobernadoras, diputadas y senadoras, los y las juezas nunca se someten al voto democrático. Y cuando alguien se acuerda de que esto sí ocurre en algunas partes de, por ejemplo, Estados Unidos, no faltará profesora de bachillerato que comente enfadada: “Claro, pero lo que pasa es que los yanquis son muy distintos”. Es decir,  muy locos o muy civilizados.

Dejaré la cuestión electoral para el final, lectora. Hoy me interesa decir que otra, muy distinta, es la principal diferencia entre los tres poderes clásicos.

Pero antes, una advertencia: la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) definió, desde 2007, que los órganos constitucionales autónomos —la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), el Instituto Nacional Electoral (INE), el Banco de México (Banxico), etcétera— deben ser entendidos como resultado y desarrollo de la teoría de la división de poderes.[1] 

Así que los problemas que hoy señalaré respecto del poder judicial (cómo se elige, cómo se organiza) deberíamos también debatirlos para el poder electoral, el ombudsperson, etcétera. Lo siento, lectora: esta es otra característica de los abogados, nos invitan a contestar algo y traemos a cuento muchos más problemas.

Pero regreso a mi punto: lo que realmente distingue al judicial del ejecutivo y del legislativo no es realmente su modo de elección, sino su territorialidad. Territorio o ubicación. Muchas veces, presidentas y gobernadoras deben avisar y hasta pedir autorización para salir de la república o de su estado. Las legislaturas deben reunirse siempre en una ciudad determinada —y sólo por acuerdo especial se puede decretar que otra población sea la sede del poder legislativo. En Bolivia, por ejemplo, los poderes ejecutivo y legislativo están en La Paz, la capital del Estado plurinacional, pero la Corte Suprema está en Sucre. Un tema no discutido por los soberanistas laguneros (quienes deseamos que La Laguna se erija en estado libre y soberano) es cuál de las tres grandes ciudades de la Comarca, Torreón, Gómez Palacio ó Lerdo, será la sede de los poderes.

Dicho lo anterior, la pregunta es si la ubicación de la Corte Suprema boliviana (en Sucre) o del futuro Tribunal Superior de Justicia de La Laguna (que yo propongo en Lerdo) es una descripción completa de la territorialidad del poder judicial. ¿Significa que todos los juicios bolivianos deben litigarse en Sucre, que las disputas del estado civil (divorcios, adopciones, herencias) de Tlahualilo o Viesca deberán resolverse en Lerdo?

La respuesta es simple: no.

Miremos, lectora, lo que dice hoy en día el artículo 94 constitucional: “Se deposita el ejercicio del Poder Judicial de la Federación en una Suprema Corte de Justicia, en un Tribunal Electoral, en Plenos Regionales, en Tribunales Colegiados de Circuito, en Tribunales Colegiados de Apelación y en Juzgados de Distrito”. La primera redacción (de 1857) era: “Se deposita el ejercicio del Poder Judicial de la Federación en una Corte Suprema de Justicia y en los tribunales de Distrito y Circuito” (artículo 90). En 1917 se extendió para decir: “Se deposita el ejercicio del Poder Judicial de la Federación en una Suprema Corte de Justicia y en Tribunales de Circuito y de Distrito cuyo número y atribuciones fijará la ley. …” (Artículo 94).

La redacción contrasta con las definiciones constitucionales del ejecutivo y del legislativo, que señalan que el poder se deposita en un congreso general o en un solo individuo. Es decir, el poder judicial no es solamente la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN).  En 2017 —hace ya largos seis años— había una Suprema Corte, 259 Tribunales Colegiados de Circuito, 99 Tribunales Unitarios de Circuito (que ahora son colegiados de apelación) y 427 Juzgados de Distrito. (Estadístico 2017 del poder judicial federal).[2] Un tribunal es colegiado porque lo forman tres personas juzgadoras. Es decir que en cada tribunal hay tres magistradas o magistrados. Los Juzgados de Distrito son siempre unipersonales, con una jueza o un juez al frente. En otras palabras, con los números de 2017 había mil 303 personas juzgadoras distribuidas a lo largo y ancho del país. Aparte, en ese año existían 38 “centros de justicia penal federal” creados para apoyar a la red de juzgados y tribunales ordinarios, cuya carga de trabajo siempre está creciendo. Y el supremo poder judicial de la federación está en cada una de ellas y ellos.

Atención: la independencia y la equidad que exigimos del poder judicial se concreta en cada uno de sus juzgados y tribunales. Sus virtudes y defectos dependen de cada persona juzgadora en cada una de sus más de mil sedes. La “encarnación” del poder judicial es tan compleja que la mejor manera de explicarla es recordando a Ygrámul el múltiple, aquélmonstruo imaginado por Michael Ende en su novela La historia interminable. Ygrámul es un solo ser, pero lo forman miles de pequeños insectos, cada uno de ellos autónomo. La nube-enjambre que arman es flexible y cambiante. Ygrámul tiene mil rostros, dependiendo de la combinación concreta que estemos viendo.

La geografía judicial federal se organiza en “distritos”, que son territorios que pueden o no coincidir con las fronteras de municipios y entidades. Las y los jueces reciben demandas por hechos que ocurren dentro de su territorio o jurisdicción. Cuando hay muchos asuntos, hay varios juzgados en un sólo distrito, que incluso se especializan por materia (penal, civil, administrativa, laboral, etcétera). Cuando el “tráfico” ó “trajín” judicial es menor, los juzgados de distrito conocen de todas las materias.

Cuando alguna de las partes en un juicio no está de acuerdo con la sentencia del juzgado de distrito, el asunto “sube” a un Tribunal Colegiado (de apelación en materia penal, y de circuito en materia de amparo). La palabra “circuito” proviene de Estados Unidos, donde los magistrados originalmente eran juzgadores itinerantes y que daban la vuelta a su circuito, visitando cada una de las sedes de sus juzgados de distrito para conocer las apelaciones que hubiese en cada jurisdicción. Con el tiempo y la mejora de las comunicaciones, los Tribunales Colegiados se asentaron en un solo lugar tanto al norte como al sur del Río Bravo. El territorio del “circuito” varía mucho. Por ejemplo, el Vigésimo (20º) Circuito Judicial corresponde al Estado de Chiapas; pero el Octavo (8º) Circuito Judicial corresponde al territorio de Coahuila y al de los municipios duranguenses de la Comarca Lagunera.[3]

Así las cosas, cuando en las redes sociales leemos que “todo” depende de quién ocupe la presidencia de la Suprema Corte, pongámosle un granito de sal al tuit o al post en cuestión. En un universo de cientos de personas juzgadoras, la capacidad efectiva de comando central tiende a ser baja. Para ejemplo de lo anterior, miremos los resultados prácticos de la presidencia de Arturo Zaldívar en materia de liberación de los cientos de procesados sin sentencia por más de dos años. Pese a que el poder ejecutivo cabildeó con el anterior presidente de la Corte la manera de sacarlos de su injusta prisión (la constitución dice que nunca debe haber más de dos años de prisión preventiva), las cifras del fenómeno no han bajado. ¿Por qué?, porque cada liberación depende de las complejidades de cada caso concreto y del “estado procesal” de cada expediente.

En este punto, recomiendo recordar el debate que sostuvieron el presidente Andrés Manuel López Obrador, la entonces titular de la Secretaría de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, junto con el subsecretario de Derechos Humanos Alejandro Encinas, sobre la liberación de Rafael Méndez Valenzuela en la conferencia mañanera del 10 de diciembre de 2020.[4] 

Rafael llevaba 13 años privado de su libertad, había demostrado gravísimas irregularidades en su caso, ¡incluida la tortura!, pero en el intríngulis legal sus victorias procedimentales sólo habían logrado la “reposición del procedimiento”. Su madre clamó en todos los foros y el asunto llegó a esa conferencia presidencial. Luego de oír los detalles del caso, Andrés Manuel preguntó: “doctora Olga Sánchez Cordero: ¿puedo, como titular del poder ejecutivo, indultarlo? Porque, si puedo, lo voy a hacer hoy mismo”.

La exministra de la Suprema Corte lo atajó diciendo: “la respuesta, presidente, es la siguiente: el indulto procede cuando hay sentencias definitivas. En este momento todas las sentencias son inexistentes por la reposición del procedimiento. Entonces, ahí sí estamos en un tema, el caso de este muchacho es verdaderamente una tragedia jurídica, presidente, no hay sentencias”.

Ante eso, el subsecretario Encinas afirmó: “Yo creo que la jueza que está bajo la responsabilidad de este proceso puede incurrir o está incurriendo en responsabilidad, toda vez que, habiéndose acreditado la comisión de tortura contra este joven, debía obtener de inmediato la libertad. Esto lo hemos enfrentado en muchos casos, donde incluso delincuentes, por haber sido torturados, han sido liberados, absueltos plenamente. Aquí hemos discutido el caso de algunos de estos liberados en el caso de Ayotzinapa. Y sí creo que se puede exigir al Consejo de la Judicatura la revisión del desempeño de la juez, una juez en Toluca, en el Estado de México, porque teniendo conocimiento de que se han aplicado cuatro protocolos de Estambul, que han dado positivo respecto a la comisión de tortura, de inmediato debió haber tomado una resolución”.

Rafael fue liberado a los pocos días (es decir: no era imposible hacer lo que sugería Encinas…).

El poder judicial es el reino del caso concreto. Y las decenas de miles de casos concretos se discuten y resuelven en cientos de juzgados y tribunales separados —en cada uno de los cuales la constitución ha depositado el poder judicial. Si a esto agregamos que cada una de nuestras entidades federativas organiza su poder judicial del mismo modo (descentralizado y disperso en territorio), podremos dimensionar el infernal laberinto en que se pierde todos los días el rastro de la justicia. Rafael Méndez Valenzuela está ya libre, pero aún hay más de 90 mil presos sin sentencia en el país.

Vayamos a los estados. Hace poco, María Elena Ríos, la saxofonista agredida con ácido por el poderoso político Juan Antonio Vera Carrizal, denunció que el juez penal de Huajuapan de León, Oaxaca, Teódulo Pacheco Pacheco, había concedido que su agresor saliese de prisión preventiva pese a que esa decisión la volvía a poner en riesgo. Se trata de una autoridad judicial de Oaxaca, pero en las redes sociales muchas personas señalaron que el poder judicial federal era responsable. La oportuna acción de abogadas y fiscales (y el escándalo que causaron) detuvieron la injusticia cometida por el juez oaxaqueño —y el poder judicial de la entidad terminó por remover a Pacheco del caso.

Regresemos a Ygrámul. Aunque en principio los 33 monstruos judiciales (uno federal y 32 en los estados) sean múltiples, hay ciertas fuerzas que los cohesionan. Por ello es que desde fuera los percibimos como un enjambre que adopta formas específicas (casi siempre horribles y dolorosas por su injusticia). Una de esas fuerzas es la tradición vertical de mando-obediencia que se establece entre jueces de primera instancia y magistrados de apelación. Las y los abogados que entran a la carrera judicial desean ascender en el cursus honorum (la ruta de los cargos y honores). Para asegurarse que serán aceptados, imitan y buscan quedar bien con sus superiores. (Es decir, estos últimos ni siquiera tendrían que “dar línea”.) Para controlar esta tendencia a la sumisión y servilismo, desde la década de 1990 se buscó profesionalizar a las personas juzgadoras. Sin embargo, cuatro décadas más tarde descubrimos que los sistemas de exámenes no lograron detener —e incluso formalizaron— la aparición de clanes familiares en los que no impera la excelencia, sino el nepotismo y el intercambio de favores.

Otra fuerza cohesionadora reside en la estructura vertical de organización del Consejo de la Judicatura Federal (CJF). Este último es el órgano a nivel federal (y en cada uno de los estados) que se encarga de organizar tribunales de primera y segunda instancias, determinar materias y especialización, formar a los operadores judiciales, vigilarlos y sancionarlos. Es plural. En estos consejos se sientan representantes de los poderes ejecutivo y legislativo, así como de los jueces y magistradas. Pero siempre es presidido por la persona titular de la presidencia del poder judicial (federal o del estado). Y este mando unipersonal tiene poderosísimas atribuciones de nombramiento. Es decir, al centro de cada uno de nuestros Ygrámuls hay una especie de cerebro rector de carácter presidencialista y potencialmente autoritario. Un arreglo contradictorio, por decir lo menos.

Un ejemplo de la irracionalidad del sistema la acabamos de ver en el Instituto Nacional de Defensoría Pública (INDP). A nivel federal, esta función está en el poder judicial. En el Distrito Federal (hoy Ciudad de México, mañana Anáhuac) la Defensoría Pública está en el poder ejecutivo. En San Luis Potosí es un órgano constitucional autónomo garante de derechos humanos. En 2019, el anterior titular del INDP (Netzaí Sandoval Ballesteros) fue nombrado por el presidente de la Suprema Corte (y del Consejo de la Judicatura), el ministro Zaldívar. Este nombramiento debe ser informado al pleno del Consejo de la Judicatura y dura tres años. En 2022, Sandoval recibió nuevo nombramiento por otros tres años —que concluirían en 2025. Pese a esto último, la nueva presidenta de la Corte y del Consejo, la ministra Norma Piña, decidió hacer nuevo nombramiento a favor de Taissia Cruz Parcero. El Consejo de la Judicatura no dijo nada. ¿Deferencia a la presidencia en turno? ¿Falta de claridad en el peso que tiene el Consejo en este tipo de nombramientos?

Pese a lo irracional, el ejemplo que acabo de compartir no terminó mal. Tanto Sandoval Ballesteros como Cruz Parcero son personas comprometidas en la defensa de los derechos humanos —Netzaí con una trayectoria desde la sociedad civil y Taissia desde la carrera judicial. La república no quedó mal servida. Pero que hic et nunc (aquí y ahora) las cosas hayan salido bien no elimina la ambigüedad en la duración de un nombramiento tan importante y lo difuso del papel que debe tener el pleno del Consejo de la Judicatura en la decisión. La Defensoría Pública es algo esencial e importante —por eso los potosinos la separaron como organismo autónomo. (Para eso sirve el federalismo, para experimentar).

Termino con la cuestión electoral. Durante nuestra segunda república (1857-1913) los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (y de los tribunales superiores en los estados) fueron electos por la ciudadanía —junto con los fiscales o procuradores. A nivel federal, pese a la necesaria politización, y luego, pese a la dictadura, ese esquema permitió el primer florecimiento del juicio de amparo. No es poca cosa. Los ministros no necesitaban ser expertos jurídicos (con maestrías y doctorados, como ahora), sino que sus electores los considerasen adecuadamente preparados. Vista la creciente complejidad del sistema jurídico, tal vez sea imposible retornar a este arreglo; pero ¿por qué no elegir a los miembros de los Consejos de Judicatura?

Y miremos más “abajo”: ¿todas las materias judiciales son tan complejas como para que ciudadanas y ciudadanos del común no puedan aportar sus luces y su sentido común en un tribunal? Cada vez que especializamos (academizamos, pergaminizamos) una función, eliminamos un poco más de ese sentido común tan necesario para ser equitativos, para hacer justicia en el caso concreto. Veamos a nuestros vecinos angloamericanos… ellos no eligen a los ministros de la Suprema Corte, pero sí a muchos jueces de primera instancia. Y en varios estados tienen jurados populares. Dejar que la ciudadanía ejerza por sí misma la función de juzgar es importante. Hay que entregar el mysterium iudicum al pueblo.


[1] Véase: Jurisprudencia P./J. 20/2007, localizable en el Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, tomo XXV, mayo de 2007, página 1647, Novena Época. Disponible:  https://sjf2.scjn.gob.mx/detalle/tesis/172456

[2] Véase: https://www.scjn.gob.mx/sites/default/files/informe_labores_transparencia/anexo_estadistico/2018-12/intro_2017.pdf

[3] Véase: https://www.cjf.gob.mx/organosauxiliares/contraloria/paginas/mapa.htm

[4] Se puede consultar aquí: https://www.gob.mx/presidencia/articulos/version-estenografica-conferencia-de-prensa-del-presidente-andres-manuel-lopez-obrador-del-10-de-diciembre-de-2020

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