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Imperativos éticos contra la banalización de la violencia

El pasado 1º de agosto, en un evento del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), la presidenta de Inmujeres, Nadine Gasman, realizó una declaración sobre la violencia política en razón de género que resultó polémica, nutrió el sensacionalismo de varios medios y provocó una avalancha de indignación en redes sociales. La titular de Inmujeres dijo: “Hay una parte de la política que no es violencia […] la política, híjole, me están grabando, es pinche, así es. Hagamos una división para no banalizarnos, para no victimizarnos y fortalecernos, y de veras dejar los casos de violencia a los que son violencia, porque hay que entrarle a la política, hay que entrarle al trabajo y hay que aguantar a veces vara igual que aguantan los compañeros y diferenciar lo que es violencia de lo que es que queremos cambiar la forma de hacer política para todos y todas”.

Pocos días después Nadine publicó una aclaración en el periódico El Universal, donde matizó su apreciación sin dejar de señalar “la estridencia mediática y quienes solo buscan denostar pretenden tergiversar un mensaje perfectamente enmarcado”. Efectivamente, como sucede con muchos temas, las palabras de Nadine se difundieron profusamente mediante extractos descontextualizados, escandalizando a muchas personas prestas a indignarse con la mayor virulencia posible. El maniqueísmo superficial que nutre los algoritmos encontró una fuente jugosa en el extracto de la presidenta de Inmujeres: las palabras se dijeron en la instancia que se encarga de revisar y, en su caso, sancionar a quienes incurran en violencia política contra una mujer; además era un evento sobre mujeres electas por acciones afirmativas y para coronar la indignación de la rectitud política, se utilizó la metáfora “aguantar vara”.

Esos elementos se terminaron imponiendo entre sensacionalismos de ofendidos, titulares escandalosos y banquitos morales que hasta acusaron a la funcionaria de defender a los violentos. La reflexión, sin embargo, resulta más fructífera si pensamos en algunos ejemplos que den luz sobre la forma en la que, efectivamente, la grave incidencia de violencia política contra las mujeres sí se llega a banalizar con la instrumentalización, con fines políticos, de lo que significa lo que, de acuerdo con la ley, es “violencia política en razón de género”.

Esta tipificación es reciente: ocurrió en abril del 2020, fecha en la que entró en vigor un paquete de reformas a diversas leyes sobre la violencia política en contra de las mujeres. Esta reforma tuvo sus primeros antecedentes en una iniciativa del 2012 presentada por la diputada María Lucero Saldaña del PRI; y para 2020 el legislativo ya había sumado más de 40 iniciativas que habían sido propuestas sin éxito. El tema –que no era nada nuevo en la política nacional–, cobró relevancia con el aumento inédito de mujeres en espacios de elección, lo que desafortunadamente trajo consigo también la prevalencia de violencia política con base en los roles, mandatos y estereotipos que se imponen coercitivamente a las mujeres, los cuales conocemos como “género”.

Antes de la promulgación de esa ley, el TEPJF ya había resuelto casos de violencia política, aunque sin un marco legal específico que abordara la problemática de la violencia que se ejerce contra las mujeres. Emitieron jurisprudencia en 2016 y 2018 sobre lo que se consideraría violencia política de género y, por ejemplo, confirmaron que algunos spots de partidos abonaban a estereotipos sexistas, o minimizaban sus capacidades.

La definición de “violencia política en razón de género” que se incorporó en el paquete de reformas de 2020, explica que ésta se refiere a todas las acciones y omisiones (incluida la tolerancia) que se basen en “elementos de género”, cuando se dirijan a una mujer, por su condición de mujer. Enseguida enlista 22 acciones concretas que estarían dentro de esta nueva tipificación, las cuales van desde impedirle a una mujer acudir a tomar protesta o ejecutar las atribuciones de su cargo, hasta ejercer violencia física, simbólica, psicológica o sexual en su contra.

Sin embargo, su aplicación ha desatado algunos casos polémicos, porque si bien busca prevenir, sancionar y erradicar la violencia que padecen las mujeres en ese ámbito, ha sido utilizada también como un arma de judicialización de la política, que es, como expresó Nadine, un espacio pinche. De ninguna manera es pernicioso señalar que hay quienes alevosamente incurren en la banalización de algo tan grave como la violencia política contra las mujeres. Por el contrario, es urgente una reflexión colectiva sobre los efectos de esta instrumentalización en la participación política de las mujeres y nuestro derecho constitucional a estar representadas en paridad.

Para muestra, dos botones. En julio de este año el TEPJF sancionó a la gobernadora Layda Sansores por exhibir en su programa “Martes del Jaguar” que el actual presidente del PRI, Alejandro Moreno, realizó presuntos intercambios sexuales a cambio de curules. Algunas diputadas que se asumieron aludidas denunciaron y lo que finalmente mereció sanción, fue la comunicación de la gobernadora Layda, al exponer esa situación misógina, patriarcal y perversa, y no si el líder del PRI efectivamente incurrió en esa práctica que recuerda al caso del tratante y proxeneta Cuauhtémoc Gutiérrez de la Torre. La gobernadora Layda fue incluida en el registro de personas sancionadas por violencia política y en la denuncia de las diputadas se incluyó a otros funcionarios, comunicadores e influencers que también difundieron la presunta posesión de imágenes con contenido sexual por parte de Alejandro Moreno.

El segundo ejemplo es, de tan banal, más nítido. En julio del 2022, en el marco de la discusión de la reforma energética, varios legisladores y legisladoras panistas emitieron una avalancha de denuncias judiciales y amparos para protegerse de lo que consideraron una calumnia, al ser señalados como “traidores a la patria” en las discusiones parlamentarias. La Sala Especializada del TEPJF además de resolver que esos dichos sí eran calumnia, señaló que la senadora de morena Antares Vázquez había cometido violencia política en razón de género por expresar en una sus redes sociales que la oposición tenía la fragilidad de “muñecas de sololoy”. De acuerdo con el tribunal, esa expresión contenía un estereotipo de género sobre la fragilidad femenina y merecía sanción.

En ambos casos subyace una intervención censora que, al menos, merecería una reflexión sobre cuáles deberían ser los límites y alcances del Poder Judicial en el desenvolvimiento de la política en general y también sobre los efectos para las mujeres en particular. Acusar a un adversario político de ejercer violencia política ante las autoridades competentes puede implicar sanciones, como multas, disculpas públicas o eliminación de publicaciones de las redes sociales. La sanción más redituable políticamente para la parte acusadora, es la inscripción de la persona acusada en el Registro de Personas Sancionadas en Materia de Violencia Política contra las Mujeres en Razón de Género (RNPS), que con la aprobación reciente de la llamada “Ley 3 de 3”, implica que durante el periodo que su nombre aparezca ahí, no pueda ser postulada a un cargo público.

Antes que buscar la reparación del daño, ha habido casos donde es claro que se busca limitar los derechos políticos de algún adversario, y por eso se ha celebrado la inscripción de diversos personajes en esa lista como un gran logro. Sin demeritar la estricta justicia de que un violentador de mujeres o un deudor alimentario no sea considerado para una candidatura, incluso como un imperativo ético de la política, no se ocultan para nadie los casos donde se judicializa para aniquilar políticamente a un adversario. La estrategia que no es nada nueva ha adquirido una nueva herramienta con el uso de la ley de violencia política en razón de género, que tiene sus efectos para las mujeres en su conjunto.

Es innegable que hay resabios históricos que operan para limitar el derecho de las mujeres a participar políticamente; estos son estructurales y se expresan en muchas acciones, circunstancias y obstáculos que saltan a la vista. A las mujeres, por ejemplo, se les sigue exigiendo una impoluta capacidad que contrasta con los estándares que mantienen a muchos varones en los más altos cargos.

Además de la carga familiar y de cuidados, muchas mujeres en política también se enfrentan a la implacable opinión pública que juzga con ojo patriarcal cualquier acción; y por ello, la necesidad de contar con una herramienta que prevenga y sancione la violencia política de género es crucial. En este sentido, en aras de contribuir con nuestro derecho a la paridad política, señalar tanto la utilización alevosa de la ley como la forma en la que los tribunales permiten su uso faccioso, nos acerca a la clave ética que debería regir su aplicación. Por el contrario, las indignaciones escandalosas que claman por censura, limitación del derecho a la participación pública o intromisión de los órganos judiciales en la política, se acercan a la tradición inquisitorial que históricamente han sido combatidas por las izquierdas.

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