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Soberanía a la luz de nuestra memoria

Asentada en la memoria del intervencionismo y de la lucha contra los privilegios de una oligarquía rapaz, en México la soberanía nacional se entiende tanto como ejercicio legítimo de poder interno, como su defensa hacia el exterior.

En la cultura política mexicana, el concepto de soberanía está ligado a los dolorosos episodios de intervencionismo, que han forjado una política exterior de reivindicación de las autodeterminaciones, frente a cualquier presión extranjera. Pero, además, por su historia revolucionaria, de forma auténtica y original esa idea plasmada claramente en su doctrina diplomática se ligó a la utilidad pública de sus recursos, entre los cuales la energía está al centro.

A partir de la redacción del artículo 27 de la constitución de 1917, que sirvió como base normativa para ejecutar la expropiación petrolera, la soberanía está ligada al uso público de los recursos naturales. La soberanía energética, por tanto, es resultado de los procesos históricos y una aportación original de nuestro país al entendimiento de lo que implica la autodeterminación, que tiene gran relevancia en el siglo XXI para hacerle frente a las consecuencias del modelo neoliberal.

Soberanía como política exterior

En 1814 José María Morelos escribió en los Sentimientos de la nación que la soberanía residía esencialmente en la nación. Siguiendo los incipientes ideales liberales en este territorio, donde miles de alzados consideraban ilegítima la dominación colonial de un imperio en decadencia, Morelos expresó un principio que al paso del tiempo ha adquirido nuevas lecturas. La soberanía fue un concepto importado de las revoluciones burguesas, que derrumbaron los cimientos del antiguo régimen para trasladar la legitimidad del ejercicio del poder, de un individuo dotado de un derecho divino hacia una nueva comunidad imaginada. La nación y el pueblo surgieron como detentores originarios del poder, que a su vez podían cederlo a representantes electos. Surgieron los ideales democráticos, con interpretaciones variadas.

Transcurrió entonces prácticamente un siglo de experimentos normativos, modelos institucionales, disputas encarnizadas y despliegues de armas, que finalmente terminaron por imponer los principios liberales de la modernidad política, anhelo de los letrados, sabios y un puñado de empresarios amantes de la propiedad privada. En ese transcurso, tres intervenciones extranjeras (de Francia en 1838 y 1861, además de la de Estados Unidos en 1847) forjaron un concepto de soberanía ligado no sólo a la resistencia contra las potencias extranjeras en nuestro territorio, sino también a las disputas internas.

En 1838 el bloqueo económico de Francia por mar y sus ataques al fuerte de San Juan de Ulúa fueron un resabio del pasado colonial del territorio mexicano, que llevaba poco tiempo experimentándose como nación independiente, sin la protección diplomática de España frente a los ímpetus expansionistas de las potencias europeas. Francia no tuvo reparo en atacar a un país rico en recursos, con poca experiencia, sin respaldo y sumido en disputas internas. Tras esa experiencia, las siguientes intervenciones definieron la política exterior mexicana y se enmarcaron en las rencillas internas, entre dos polos cada vez más nítidos: liberales y conservadores. Entre 1846 y 1848 Estados Unidos, animado por un imaginario destino manifiesto que le incitaba a “proteger” a todo el continente frente a las potencias europeas, tomó ventaja de la inestable situación política de nuestro país para invadirlo y avanzar territorialmente. El saldo de la guerra fue desastroso y generó una herida que ha permanecido vigente.

Por su parte, la segunda intervención francesa, en 1861, cerró el abanico de opciones políticas, propuestas y rencillas, que previamente había sido diverso en matices y escala de grises, pues las posturas se polarizaron en la valoración de la intervención, y dejaban ver nítidamente los proyectos para el país. Los conservadores, con un imaginario volcado en un recuerdo anhelante del viejo régimen, creyeron erróneamente que regresar al modelo colonial y monárquico sería garantía de la restauración de sus privilegios. El ala juarista ejecutó una defensa republicana y se acompañó de personas radicales populares, conocidas como chinacas, en contraposición de las personas mochas. Estas últimas eran animadas por el conservadurismo y azuzadas por la iglesia católica, inmiscuida de lleno en la disputa política, al ser la institución más fuerte del resabio colonial.

No resulta extraña esa polarización a la luz de los proyectos en disputa: por un lado, el mantenimiento de privilegios, la unión Estado-Iglesia, las fantasías de una oligarquía y el catolicismo; por el otro, un sector politizado y popular que seguía el proyecto del presidente zapoteco que hablaba de igualdad ante la ley, separación entre la Iglesia y el Estado, y garantías a la pequeña propiedad privada. Desde esta experiencia revolucionaria, en 1867 se consolidó el proyecto juarista y la doctrina fundante de la política exterior de México. Benito Juárez comunicó el principio en una frase de primer orden en la memoria colectiva: “Entre los individuos como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”. Asentada en la memoria del intervencionismo y de la lucha contra los privilegios de una oligarquía rapaz, en México la soberanía nacional se entiende tanto como ejercicio legítimo de poder interno, como su defensa hacia el exterior.

Soberanía como propiedad de la nación

A inicios del siglo XX, la revolución que inició como un anhelo democrático se fue nutriendo de un contenido social y de justicia en ámbitos que su iniciador, Francisco I. Madero, no alcanzó a vislumbrar. La constitución de 1917 logró sintetizar agendas de las diversas facciones revolucionarias en un proyecto inédito para el mundo e implicó un refrendo de los principios que habían dotado de contenido a la soberanía.
Se reivindicó que nuestro país era una república representativa, democrática y federal, con estados soberanos en su régimen interior, donde el pueblo ejercía su poder a través de la representación en los poderes de la unión. La soberanía se entendió como el poder que reside esencialmente en el pueblo para su beneficio, que a su vez tiene la facultad de elegir a sus representantes y en cualquier momento podría cambiar su forma de gobierno. El innovador artículo 27, a su vez, estableció la propiedad de la nación (tierras, aguas, cielo y subsuelo) para el fin superior de interés público, y fundamentó las expropiaciones estratégicas, que son la base constitucional de la soberanía energética.

De este modo, la arquitectura jurídica basada en la soberanía popular se unió con la utilización de los recursos naturales y sustentó la radicalización revolucionaria consumada en 1937 con la creación de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), y al año siguiente con la expropiación petrolera. Lázaro Cárdenas lo dijo explícitamente: su decisión anunciada el 18 de marzo de 1938 se fundamentaba en el artículo 27 constitucional y defendía la soberanía nacional de algunos inversionistas extranjeros, que no respetaron los derechos laborales de los trabajadores de la industria petrolera. Con la colaboración de una Suprema Corte de Justicia respetuosa de los principios constitucionales y de la doctrina de política exterior, el presidente tuvo el respaldo jurídico interno para hacer valer la ley e implementar un proyecto a largo plazo basado en la autodeterminación nacional sobre el recurso natural más preciado del momento.
Salta a la vista, por lo tanto, lo discordante que resultó el modelo neoliberal para la concepción histórica de soberanía como principio de la política, y también como usufructo público de los recursos de la nación. Los presidentes neoporfiristas Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto avanzaron en la privatización por diversas vías. Primero, a través de las reformas a las leyes secundarias de 1992, que buscaron abrir el sector energético a la inversión privada. Después, mediante la incorporación de empresas extranjeras que entraron como inversoras en la rama, con la desaparición del sindicato de Luz y Fuerza y las reformas estructurales mediante el llamado “Pacto por México”. Todo ello, sumado al debilitamiento continuado de las empresas públicas por corrupción, subastas o remates.

Para lograr el debilitamiento de lo público, en la ecuación fue vital el fortalecimiento de la relación bilateral entre México y Estados Unidos, bajo la línea del tratado de libre comercio firmado en 1994, junto a Canadá. De forma contraria a la experiencia, nuestro país privilegió las relaciones comerciales con el país más poderoso del mundo, dejando a un lado la necesaria diversificación de inversiones e intereses con otras naciones que le permitieran un marco de negociación más amplio. El resultado fue desastroso; la relación comercial entre economías dispares, evidentemente, resultaba en una relación desventajosa para México, e impuso una natural dependencia y sumisión.

Por la dignidad soberana

Como se ha descrito, la soberanía está en la doctrina política, diplomática y económica de México, y el neoporfirismo (conocido también como neoliberalismo) instrumentalizó el olvido en aras de fortalecer los negocios bilaterales con Estados Unidos.

En contraste, en el gobierno de la llamada cuarta transformación han ocurrido esfuerzos para revitalizar esa memoria, al tiempo que se ha buscado fortalecer a la industria energética nacional tanto mediante iniciativas legislativas como políticas públicas. El resguardo de la soberanía, sobre todo frente a Estados Unidos, no implica únicamente el llamado al respeto a nuestras decisiones internas, sino también un proyecto económico que ya se ha delineado y es muy explícito.

Por ello, no es casualidad que, en pleno proceso electoral de ambos países, se haya observado al presidente Andrés Manuel López Obrador expresar con inusitada claridad ante el programa estadounidense 60 Minutes que “somos un país independiente, libre y soberano. No somos colonia, no somos protectorado de nadie”.

La declaración, a la luz de esta historia, es una clara demostración de dignidad soberana en una coyuntura crucial para la vida política del país. Además, se une a una plataforma política hacia el futuro, que tiene a la recuperación de la industria nacional al centro, ahora con énfasis en la innovación tecnológica para mejorar la situación medioambiental.

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