Pocas palabras tienen en su significado una carga tan profunda como “pueblo”, vocablo que representa una forma de vida cultural que se lleva a cabo bajo las mismas instituciones y que nos remite al colectivo de donde imana la capacidad de decisión, por lo tanto el poder supremo. Cada miembro de la sociedad es parte del pueblo, elemento de igualdad que trasciende a las muchas y necesarias diferencias que entre los individuos existen, parte fundamental de la pluralidad con la que, a través del diálogo, se avanza en beneficio de la mayoría, por lo tanto del pueblo.
Considerarse ajeno al pueblo muestra una postura con la que una persona ve ajeno a un sector de la población, por lo tanto desigual en derechos y obligaciones, lo que le arrebata el ser reconocido como ciudadanía y trae consigo una percepción peyorativa en quienes consideran a sus diferentes —por cuestiones de raza, situación económica, condición social o incluso lugar de nacimiento— inferiores y hasta peligrosos. Para quien tiene esa apreciación social, el pueblo son los pobres, los obreros, los que no tienen trabajo o no han cursado estudios, los chairos y prácticamente todo aquel que no comparta el goce de los privilegios que cree que lo hacen distinto a quienes llama pueblo y trata, en el mejor de los casos, con condescendencia.
El asumirse ajeno al pueblo, por lo tanto apartado de él, aleja también de un gobierno cercano a las necesidades de las mayorías y opuesto a acciones y políticas que, en detrimento de la colectividad, beneficiaban, de manera inequitativa y al margen de la constitución, a unos pocos. Quienes tienen esta postura no comprenden que el bienestar por el que se trabaja a favor del pueblo no implica que se les pueda arrebatar su comodidad u holgura —siempre y cuando provengan de la legalidad— y que, por el contrario, al existir mejores oportunidades para más ciudadanos la conveniencia va también para ellos, debido a que, aunque así se perciban, no son una isla.
Los programas de becas, por ejemplo, implican importantes beneficios para familias olvidadas desde siempre por sus gobernantes; hoy cuentan con recursos para comprar desde lo más elemental —alimentos— hasta útiles escolares y libros. Gracias a estos apoyos los menores no se ven obligados a trabajar y tienen, por primera vez, la posibilidad de pensar en un futuro alejado de la informalidad. Lo anterior no sólo beneficia a la familia que recibe la beca sino también al pueblo, incluida en él una clase empresarial que gracias a estas becas tendrá en el futuro colaboradores mejor preparados, lo que se traducirá en más productividad, por lo tanto en mayores rendimientos para todos, incluidos los mismos trabajadores, quienes contarán con mejores salarios, por lo que también incrementarán su poder de consumo, lo que claramente llevará a que las fábricas o importadoras tengan mayores ventas y, con ello, más ingresos. No se trata de que los que tienen mucho tengan menos, sino de que los que tienen menos dejen de vivir en pobreza extrema, algo que es posible si, con sentido común, nos reconocemos, todos, como pueblo.