El domingo 26 de marzo, la senadora Lilly Téllez, del grupo parlamentario del Partido Acción Nacional (PAN), publicó en sus redes sociales un video explicando que ella quiere ser “presidenta y también presidente” de México. El material audiovisual, que a primera vista parece un extraño desdoblamiento de personalidad, en realidad es un abordaje basado en estereotipos sexistas. Primero, con un tono contundente y fuerte, dice que sería presidente para “quienes creen que el país es de su propiedad”; e inmediatamente suaviza la voz al explicar que ella sería presidenta para quienes buscan a una persona que “cuide al país”.
Ciertamente fue un video que pasó prácticamente desapercibido, difuso entre la andanada de declaraciones de la senadora expresando su anhelo de ser la candidata presidencial por la coalición opositora. Probablemente dentro de ese estilo estridente con el que se ha presentado tanto desde su curul como en su comunicación política, un video de poco más de un minuto frente a cámara explicando por enésima vez sus intenciones llama poco la atención; pero lo recojo porque es un buen ejemplo de las diferenciaciones entre los roles esperados para cada sexo, que se emite en un momento donde de forma inédita nuestro país tiene posibilidades reales de ser gobernado por una mujer.
Es sabido que a las mujeres que participan en la política se les juzga con una vara mucho más estricta que a los varones y, por ello, la forma en la que aparecen públicamente es complicada. Muy fácilmente se asocia su personalidad con valores negativos; por ejemplo, si es contundente y asertiva, se considera mandona; pero si demuestra sensibilidad y empatía, se le juzga por no tener madera o carácter para ejercer el cargo que ocupa o busca obtener. Además, a diferencia de lo que sucede con figuras políticas de hombres, que históricamente han sido la norma y los ha habido de todos los estilos, para el caso de las mujeres hay pocos referentes numerosos o “modelos a seguir”; y mientras más se asciende en los niveles de representatividad o de gobierno, son prácticamente nulos.
Ante este panorama, la senadora Téllez exploró la opción de mostrar “dos caras” mediante la exposición de lo que se esperaría de un presidente varón y lo que se esperaría de una presidenta mujer, todo ello ahondando en roles que, desafortunadamente, aún no están superados. Se supone que, en esta caracterización publicitaria, en su papel de presidenta con “a” desempeñaría el rol de cuidadora, casi como una madre para el país, mientras que en el de presidente con “e” sería firme y ejercería la mano dura que es tan característica del ala más intransigente del panismo. De ese modo —seguramente pensaron sus asesores— ella podría saltar el dilema de ser juzgada con la vara sexista a la que se enfrentan muchas mujeres en política y lograría acercarse a todo público.
Sin embargo, el truco nada brillante de mercadotecnia política que ejecuta la senadora, hay que decirlo, contribuye con el trasfondo cultural que durante siglos fue el sustento de la exclusión de las mujeres en la esfera pública. A lo largo de las siete décadas en las que las mujeres cuentan con derechos políticos en nuestro país se ha buscado acabar con los prejuicios, roles y sexismo prevalecientes culturalmente, de modo que no se encasille a las mujeres que buscan incorporarse a la política y participen en contiendas justas. Abonar a esos prejuicios suponiendo que el papel de una presidenta con “a” sería el de los cuidados no sólo obvia que los hombres no se dedican a ellos, sino que naturaliza los constructos culturales y jerárquicos que las feministas denominamos “género”.
Si bien su partido históricamente ha buscado conservar esas estructuras patriarcales, que inician en su modelo heteronormado y vertical de familia (con el varón proveedor a la cabeza), una sociedad menos sexista forzosamente pasa por cuestionar los estereotipos que subyacen en esa narrativa. Por eso, en momentos clave, como las transiciones políticas, donde se despliegan valores, anhelos y proyectos de país, mensajes como el de Lilly Téllez contribuyen a la profundización de las diferencias injustas entre hombres y mujeres, y también a la proliferación de la violencia política que se despliega con base en esos mismos estereotipos sexistas, especialmente —como hemos visto— contra quien demuestra posibilidades reales de hacer historia llegando al lugar más alto, jamás ocupado por una mujer en nuestro país.