La felicidad es un momento, dicen. Ya no recuerdo quién lo dijo, pero sin duda debe ser un sabio.
Ayer estaba comiendo rebanadas de pizza y tomando cerveza a la sombra de una palapa a la orilla del mar. Las risas llenaban la conversación amena de mi grupo de viejos amigos. Una botella de mezcal estaba a punto de aparecer en la mesa de madera, sacada de una mochila azul que estaba ahí tirada. Me sentía muy feliz, rodeado de pocos amigos que veo una vez al año en el mismo lugar, en el mismo calor, con la misma alegría.
En cierto punto veo acercarse a una joven mujer, enojada, se mueve hacia nuestra mesa gritando en un traje de baño azul, abriendo los brazos como si fuera una gaviota en picada hacia el mar. Una de mis amigas, una mujer mayor, con muchos años vividos y mucha humanidad recorrida, estaba frente a mí, dando la espalda a la joven mujer que se acercaba rápidamente.
Con un gesto inesperado, la joven cerró los brazos alrededor del cuerpo de la anciana mujer, en un abrazo repentino, poderoso, inexpugnable.
Nadie se movió. Fue muy rápido el abrazo. La vieja mujer se quedó inmóvil, con los ojos cerrados. La joven mujer volteó la cabeza hacia mí y su expresión de dolor, de rabia, de tristeza, se derritió frente al calor de la sonrisa que le cambió el semblante. La felicidad es un momento, dicen.
Un momento después llegó la acompañante, con dulzura pero con firmeza logró desencadenar el abrazo de la joven y se la llevó con los demás. Los demás, compañeros de la institución de enfermos psiquiátricos de paseo por un día en la playa.
La joven mujer, rendida pero feliz, se dejaba llevar, repitiendo: “¡No se toca a la gente! ¡No se toca a la gente!”, y reía.
La historia podría acabarse aquí. Pero me recordó lo que me contó una vez una pastora de nubes en la isla de Man.
Me contó que había un loco en el pueblo que parecía normal. Era un hombre guapo, con una mirada seductora y proporciones perfectas si lo mirabas sin prestarle atención. Pero si te fijabas, podías notar que algo no estaba en su lugar. No se sabía qué, decía la pastora, pero era como si la manecilla del reloj se trabara un segundo cada veintitrés. O cada dieciocho.
Y en aquel brinco se podía vislumbrar el abismo de una mente asombrosa, desesperante, incomprensible. Era Stanley, el loco del pueblo, y todos habían aprendido a reconocer su misterio, a cuidarlo en su delirio, a incluirlo en el sentido de la vida, junto con el mar, el viento, el libro, nosotros.
Pero a veces, en la soledad de la noche, algún habitante de la pequeña comunidad se preguntaba qué sería estar ahí, en la mente del loco. Si conocía el dolor, si sentía felicidad.
(Si me preguntan a mí, no sé mucho de felicidad, pero a veces un abrazo imperativo puede regalarnos un fragmento de misterio).