Las olas del mar

Columnas Plebeyas

Un momento, estoy cortando la cebolla. Acabo y vengo. Ténganme paciencia, por favor. No me tardo.

Ya. Ahora sí. Todavía me lloran un poco los ojos, es que las cebollas luego dicen cosas bien tristes. 

Esta me contó una historia absurda que no entendí del todo, pero que me llegó al corazón. Hablaba de envidias, calumnias, falsedades que había padecido una cebolla y las otras, a pesar de saber que nada era cierto, no la ayudaban y la dejaban a la merced de una opinión común hipócrita y chismosa. Y luego la cebolla se deprimía y acababa sola en una pasta a la carbonara, mientras que todas sus hermanas felices y frescas en un  estupendo aguachile. 

Que además todo el mundo sabe que la carbonara no lleva cebolla. Eso le dije yo, algo disgustado. Pero igual me hizo llorar. 

Pero no era de esto que les quería platicar el día de hoy, sino de las olas del mar. 

Estaba viendo el mar en un día muy caluroso, pero un calor no generado por el hombre, sino por el sol. Que ahora los seres humanos se creen tan poderosos como para cambiar el universo, mientras no somos nada y deberíamos estar más conscientes de ello. Entonces el sol calentaba tanto la tierra que el mismo océano estaba caliente como una sopa de lima. 

Yo veía el mar y me concentraba en estas olas que en un momento no existían y el siguiente se erguían potentes tres, cuatro metros, incluso cuatro metros y medio, amenazando a los que estábamos en el agua. 

Y vi el agua moverse. Las olas no sólo van hacia la orilla del mar, sino que vuelven una vez que tocan la arena. Regresan mar adentro. Chocan con las olas monumentales y arrogantes, luego llegan las que van de derecha a izquierda y las que van de izquierda a derecha. En una abundancia de espuma y fragor. Parece como cuando están hirviendo el agua para preparar la pasta y accidentalmente dan un golpe a la olla y el agua de su interior empieza a revolverse, a querer irse a todas partes. 

Así debe de verse el océano desde la mirada de un gigante, una olla en la que nunca deja de revolverse el agua salada. Porque para la pasta se sala el agua, no la pasta. 

Y es inevitable pensar en nuestra insignificancia, en nuestra pequeñez, en nuestra impotencia como especie. Y da risa el esfuerzo que hacen muchos de parecer más bonitos con los filtros del celular; da risa la señorita que busca el ángulo mejor para fotografiarse las nalgas que pondrá, triste, en una red social para que le pongan corazones hombres hambrientos; da risa el millonario que se jacta de sus millones robados a millones de personas con su prepotencia, da risa incluso su propia corrupción, su vino de 7 mil 560 dólares la botella, su reloj de oro y diamantes y su ilusión de inmortalidad; da risa el afán de poder del político que quiere llegar primero para agarrar lo más que pueda y luego ir de vacaciones con toda su familia y sus guaruras a París. Y comer pasta pasada de cocción.

Dan risa el engaño, la mentira, la hipocresía, frente a estas olas del mar. 

Esto lo sabe el pescador, que con su lancha conoce la enormidad del discurso de las olas y la respeta. Y se ríe de mí. 

Hace bien, el pescador. Por eso yo también me río de mí, junto con él, y me voy a preparar una michelada con clamato y mucho hielo para aguantar esta calor que no quiere parar. Este sol que no se ríe de nosotros porque por supuesto que no sabe reír. Esto sí nos corresponde a nosotros, como recuerda la cebolla. 

Sólo nos quedan lágrimas y risa.

(Si me preguntan a mí, no sé nada del océano, ni de las olas, ni del cambio climático. ¡Pero qué rico llorar a carcajadas!).

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