Las violaciones a los derechos humanos cometidas en el pasado y en el presente por parte del Estado parecen arrojarnos en un pozo profundo sin salida: si el Estado, en lugar de protegernos, nos trae dolor, ¿cómo vamos a recomponer aquello que fue dañado? ¿Puede transformarse el Estado en una instancia de reparación?
En el caso de las últimas dictaduras militares de Sudamérica, el Estado se mostró como aquella corporación militar que, con mucho apoyo civil, logró perpetrar los peores crímenes que podamos imaginar. El abogado y exiliado argentino Eduardo Luis Duhalde instituyó esa cara atroz del Estado en uno de sus libros. Lo llamó El Estado terrorista argentino. En esas páginas delineó un gran andamiaje teórico para identificar las prácticas de violencia que transforman la naturaleza del Estado. Ya no es un Estado autoritario o totalitario sino un Estado clandestino que hace de la coerción una forma de vida. La represión no se encuentra sólo allí afuera, cuando el Estado nos golpea con su brazo armado, sino que se integra a nuestra conciencia. El éxito del Estado terrorista está en el miedo que interiorizamos y que evita que las transformaciones sociales y políticas se gesten “desde abajo”.
Irónicamente, en la década de 1980, con el pasaje de las dictaduras a las democracias se fue gestando otra idea de Estado. De la mano de los grupos de salud mental y atención a las víctimas surgió una línea de trabajo de denuncia y demanda para desandar ese terror aprendido y para exigir que el Estado reparase el daño que había ocasionado. La reparación podía adoptar diferentes caras. La más profunda pero menos usada fue la justicia. Las otras fueron formas instrumentales y simbólicas como, por ejemplo, políticas de indemnización económica por los años de injusto encierro; pedidos de perdón de las autoridades nacionales a las víctimas, familiares y sobrevivientes, o la creación de comisiones de verdad sobre los hechos perpetrados.
Para esas sociedades de la postdictadura, estas acciones no eran otra cosa que maniobras a las que recurría el Estado para gestionar el conflicto. Sin embargo, estas medidas reparatorias también eran parte de un largo proceso de lucha por el reencuentro social que llevaban adelante diferentes organizaciones humanitarias y eclesiásticas con la idea de que sólo en la esfera pública y política se podía resarcir un daño que era colectivo y no individual. Así se fue poniendo sobre la mesa la importancia que tenía la intervención del Estado en la escucha y la reparación social.
Esas voces se multiplicaron y territorializaron. Y los Estados, no sin conflictos, se fueron abriendo a esas demandas. En toda América Latina puede observarse este largo y sinuoso camino. Ya no es factible dar vuelta a la página y negar o pretender olvidar la violencia ejercida por un tipo de dominación social. Por eso es importante repensar al Estado y su relación con estos sectores sociales, pues las personas que habitan la institucionalidad estatal tienen mucho que aprender de quienes se sitúan “afuera”; y a la inversa, quienes hablan desde esa frontera podrían, con sus saberes, contribuir a una futura transformación.