La toma de Lima

Columnas Plebeyas

El dato fundamental de la política moderna es la soberanía popular. Esto ha sido así desde el evento fundacional de la modernidad política: la revolución francesa. La historiografía concuerda en que el acontecimiento clave de aquel evento fue la toma de La Bastilla, símbolo de la autoridad real, por las milicias parisinas, con el objetivo de evitar que los ejércitos monárquicos disolvieran la incipiente Asamblea Nacional.

Apenas unas semanas atrás miles de peruanos de todas las provincias del país, aunque mayoritariamente del sur, se alistaban para una iniciar una gran movilización cuyo destino final sería lo que se llamó “la toma de Lima.” Uno de los objetivos de aquella protesta fue demandar elecciones para formar una asamblea constituyente. Es evidente el hilo que une uno y otro hechos. Sin embargo, no deja de resultar llamativo que de nueva cuenta sean las calles el único escenario para encauzar las demandas populares.   

Vale la pena atender la situación que atraviesa hoy el Perú porque en mi opinión es la expresión más reciente, violenta y descarnada de un conflicto político subyacente presente en casi toda América Latina y del cual me ocupé en la entrega anterior. Veamos con mayor detalle qué es exactamente lo que está en juego, ya que casi desde un inicio trascendió la destitución y posterior arresto del ahora expresidente Pedro Castillo.

Como es sabido, Castillo ganó la presidencia del Perú en 2021 por el mínimo margen posible frente a Keiko Fujimori, hija del expresidente Alberto Fujimori, creador de la actual constitución. Sin embargo, su triunfo fue interpretado por la derecha peruana, de acuerdo a la periodista Laura Arroyo, como algo más que una derrota electoral, representó la posibilidad de un gobierno plebeyo, es decir, del ejercicio efectivo de la soberanía popular y no oligárquica. En consecuencia, el proyecto de la oposición oligárquica fue remover a Castillo desde el inicio de su mandato, no transigir con él a pesar de haber sido un presidente objetivamente débil. En un acto inentendible hasta ahora, el entonces mandatario ofreció su cabeza en bandeja de plata al declarar, sin contar con respaldo político alguno, la disolución del congreso, jugada que le valió la destitución y el posterior arresto. La presidenta interina, Dina Boluarte, no dejó lugar a dudas, ella no sería quien convocaría a elecciones adelantadas para renovar el mandato presidencial. Casi de inmediato, para un sector popular importante del Perú se volvió evidente que la oposición político-económica había capturado, una vez más, todos los poderes institucionales sin necesidad de contar con la necesaria legitimidad democrática. El pueblo fue expulsado de todas las instituciones del Estado, donde la única salida posible ha sido exigir una democracia real, esto es, el ejercicio de la soberanía popular, con la calle como único recurso.

Tras más de un mes de movilizaciones, que se habían concentrado en la región sur del altiplano andino, el 18 de enero cientos de miles de personas inundaron las calles de la capital y otras ciudades importantes del país para exigir tres cosas fundamentales: el alto a la violenta represión a manifestaciones pacíficas que hasta aquel momento había dejado cerca de cincuenta personas asesinadas por fuerzas policiales y militares; la dimisión de Boluarte, y finalmente elecciones extraordinarias para convocar una asamblea constituyente. Ni la movilización ni la represión estatal han parado hasta hoy. Los asesinatos de manifestantes pacíficos se siguen acumulando.

La encrucijada en la que se encuentra el Perú hoy es, como dije, síntoma de un fenómeno regional. Los gobiernos progresistas han sido incapaces (por diversas razones) de superar dos escollos importantes para el ejercicio pleno de la soberanía popular. Por un lado, ante el evidente agotamiento del proyecto de sociedad ofrecido por el neoliberalismo en la década de 1990, los nuevos gobiernos progresistas han sido tímidos al construir programas políticos capaces de dar certidumbre a la sociedad en el largo plazo, es decir, de rearticular a la sociedad frente a la fragmentación que dejó ese modelo económico. Como consecuencia, pocos movimientos nacionales y populares en los últimos años han logrado construir el poder necesario para plantear reformas que democraticen poderes (públicos y privados) cuyo sello ha sido hasta hoy el ser antidemocráticos, por ejemplo los sistemas de justicia y el entramado mediático-corporativo. Los intereses oligárquicos han entendido bien que estos recovecos de poder representan baluartes casi inexpugnables desde donde es posible ejercer el poder sin la necesidad de gobernar.

En las próximas semanas se verá si el pueblo peruano tendrá la organización necesaria para forzar una salida constituyente, con todos los riesgos que implica. Perú representa hoy la posibilidad de ofrecer una salida popular y constitucional al neoliberalismo o la restauración forzosa de un orden que se resiste a morir, pero cuya vida se prolonga a través de la violencia represiva. Estemos atentos.

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