Desde mediados del siglo XX, dictaduras militares y regímenes democráticos con un fuerte componente autoritario adoptaron la práctica de la desaparición forzada de personas como un instrumento de eliminación de la oposición política. Amparados por la doctrina de la seguridad nacional y articulados en torno a una amplia red de cooperación represiva, civiles y militares de toda América Latina hicieron que la desaparición de personas dejara de ser un hecho aislado o excepcional para convertirse en una práctica sistemática, es decir, aceitada, pensada, diagramada y, sobre todo, bien garantizada por la clandestinidad.
Aquel tiempo encendió la mecha de un fenómeno que se nos presenta como imparable. Las redes del narcotráfico, la trata de personas, los secuestros de migrantes y los enfrentamientos entre bandas criminales parecen ser algunas de las variables que impiden que la máquina desaparecedora encuentre su freno en algunos países latinoamericanos. Hoy las personas desaparecidas se cuentan por miles y no hay modo de narrar nuestra historia sin referirnos a las ausencias forzosas producidas en los diferentes momentos y regiones de nuestro continente.
La desaparición no es un mecanismo ciego, es una técnica política utilizada por actores civiles y estatales contra los proyectos políticos emancipadores, contra los ejercicios de soberanía territorial y contra la construcción de horizontes alternos. También avanza sobre las comunidades y pueblos que resisten la embestida neoliberal y se impone como mecanismo para resolver de cuajo conflictos locales por el poder del territorio. Sus impactos no se restringen a los cuerpos desaparecidos; la desaparición afecta a todo el tejido social: implica una amenaza permanente que se ciñe sobre nuestro comportamiento, que nos invita a callar y a no entrometernos de más en la cosa pública.
La figura del desaparecido irrumpe en la vida social generando temor, miedo, silencio y desconcierto. A pesar de ser un crimen de lesa humanidad, se perpetúa gracias a la impunidad que lo rodea, pues si bien todos sabemos que eso existe, parece que son pocos los gobiernos que se atreven a develar sus lógicas, a identificar responsables y a juzgarlos por el daño causado.
Del otro lado del silencio están las familias. Las madres que son expertas en la búsqueda y que se han vuelto rastreadoras de pruebas, acumuladoras de información, sistematizadoras de datos. Construyen un conocimiento superador de la experticia forense, pues están allí, hurgando en la tierra hasta encontrarles. Sus vidas se han visto transformadas estructuralmente con esa ausencia incomprensible. Buscan la verdad sobre el destino de sus familiares y les devuelven su presencia, día a día, en cada foto, relato, grito y denuncia.
Cada 30 de agosto se conmemora el Día Internacional de las Víctimas de Desaparición Forzada. En la memoria habitan las personas ausentes de ayer y hoy. Si olvidamos, gana la impunidad. Si callamos, el poder se perpetúa. Si escuchamos, todo puede cambiar.