La democracia sin participación política consciente es como el café descafeinado. Se parece: tiñe y humea, pero el efecto, y sobre todo el gusto, decepciona.
En la modernidad, desde hace siglos, se debate en torno a la democracia. Ya J. J. Rousseau —acudí al gran clásico—, en su libro El contrato social de 1762, dispuso una idea radical: la participación política igualitaria es una condición indispensable para la libertad. Con esto, se oponía a cualquier forma de tutelaje sobre las mayorías. Ningún soberano, político o sujeto cualquiera puede representar plenamente la voluntad colectiva. Sólo la participación de tod(e)s en la vida pública garantiza el bienestar individual y general. Para lo cual no es lo mismo la sumatoria de las voluntades individuales que la construcción colectiva del bien común. La democracia, en consecuencia, no se reduce al paso a la representatividad —por otra parte, imprescindible—, pues hace falta que se forjen los entramados que construyen legitimidad desde la activa participación popular.
Al filósofo estas ideas le valieron el escarnio, la persecución y el exilio. Pero también fueron inspiración ideológica para la Revolución Francesa y el primer socialismo, o para las ideas de Mary Wollstonecraft. Y, en nuestra geografía, los independentistas tradujeron sus ideas a nuestro entorno y necesidades. Hasta la fecha se habla de democracia radical a partir de la premisa roussoniana de que la libertad —como ejercicio social— halla lugar ahí donde hay igualdad social. Esto último siempre ha provocado urticaria y ensoberbecidas diatribas. Hace poco leí un comentario en el que se insistía en que nuestro problema no es la desigualdad, sino la pobreza, y que “la izquierda utiliza el mito de la igualdad de ingresos para justificar la expropiación de la riqueza a los que más tienen para teóricamente darle a los que menos tienen. Los pobres quieren salir de la pobreza, no ser iguales”. Lo malos pasos de esta idea —y mala redacción— son reflejo de una folclorizada asociación entre igualdad económica y uniformidad. Es un recurso intelectualmente pobre para hacer pasar la idea de que la pluralidad cultural, religiosa, étnica o ideológica, se vería amenazada por la justicia social. La igualdad de ingresos resultaría idéntica a la homogeneidad. Por inverosímil que parezca, argumentos semejantes —mejores— se arguyeron en tiempos de Rousseau, pues en el fondo confrontan imágenes de mundo muy distintas entre sí.
De una parte está la de aquellos que creen en la superioridad moral, cultural, racial o de género, asociada a la riqueza; de otra, una perspectiva que asume que la pluralidad crítica sólo se preserva sobre la base de una distribución equitativa de la riqueza socialmente construida. Bajo la mirada de Rousseau, los primeros no creen realmente en la democracia o buscan descafeinarla, pues les resulta intimidante. Ven en ella una amenaza al statu quo que garantiza la inequidad material sobre la que erigen las prerrogativas que creen les pertenecen por derecho. Es decir, asocian la propiedad privada con la ciudadanía.
Por esto, nada debería distinguirnos más claramente de quienes buscan preservar la desigualdad material que el fomento de la democracia radical, es decir, aquella que no se limita a los procesos de representatividad sino que forma políticamente y habilita las condiciones de justicia social que nos permitan a tod(e)s construir voluntad colectiva. La democracia es como el café: o va completa o no sabe.