La ciudad y la muerte

Columnas Plebeyas

No creo que sea posible entender a fondo México si no se pasa a través de la muerte. Aquí los muertos siguen transitando, interactúan con los vivos. De aquí los muertos no se van. A los muertos se le sigue cobrando, como bien sabe aquel que alguna vez se fue a Comala porque le dijeron que allá vivía su padre, un tal Pedro Páramo.

Y me gusta pensar en la gran Ciudad de México a través de su relación con la muerte: el lugar en el que se enfrenta la muerte mirándola a la cara, dándole un espacio en nuestra vida, festejándola con ofrendas, altares y alegría. Como si la misma Ciudad de México fuera el espejismo del Mictlán, su ciudad gemela, inseparable.

Recuerdo haber conocido a un viejo que le cantaba a los muertos.

Fue hace tantos años que ya no estoy seguro si se trata de un recuerdo real o el producto de mi imaginación.

Recuerdo vernos sentados mirando una tumba en un rincón del panteón lleno de flores, en una isla en medio del lago de Chalco. Estábamos tomando pulque en Míxquic, rodeados de agua y de montes.

No fue hace poco o quizá nunca pasó. Pero estoy seguro de que el viejo le cantaba a los muertos.

Entre una melodía y un trago de pulque me contó una historia que les quiero compartir.

Me contó que conoció una vez a un hombre que deseaba conocer a Mictlantecuhtli, el señor de la mansión de los muertos. Pero no quería esperarse a cruzar el río acompañado por un perro pardo para llegar al Mictlán. No. El hombre quería conocer a Mictlantecuhtli estando vivo.

Decía que los muertos se van al Mictlán pero tienen comunicación con nuestro mundo, y que quería él conocer la mansión de los muertos antes de ir.

La gente del pueblo lo consideraba un loco y no le hacía mucho caso.

Pero el hombre tenía un plan. Al abrirse las puertas del Mictlán el día de muertos, se metería, disfrazado de difunto, a conocer el más allá, acompañado por su xoloitzcuintle.

Durante sus días observaba a los muertos, grababa imágenes de sus expresiones finales, estudiaba las formas absurdas en las que se quedaban los cuerpos privados de su espíritu vital.

Estaba tan concentrado en su curiosidad que lo tomó completamente por sorpresa y sin palabra la cita de su esposa con la muerte. Un accidente lamentable, una caída inesperada en un abismo.

El hombre la veló, la lloró, recordó las risas, añoró el amor. La envidió porque se iba a conocer Mictlantecuhtli, y con suerte también a su compañera, Mictecacíhuatl, la señora de los huesos.

Por andar tan distraído y curioso la muerte lo rozó, pero no se lo llevó, sino que lo dejó a la espera muchos años más. Hasta que viejo, cansado, solo, se abrieron las puertas al Mictlán y se lo llevó la huesuda. Pero para entonces hacía mucho que había olvidado su deseo, que había enterrado su plan.

Porque la muerte es potestad de fuerzas que nos rebasan, me dijo el viejo sentado a la orilla del lago. No es preocupación de los vivos.

Esto recuerdo que pasó en la Ciudad de México. O quizá todavía tiene que pasar.

(Si me preguntan a mí, no sé cuándo ni cómo me iré para el Mictlán, ni si conoceré a Mictecacíhuatl, esto no se sabe. Lo que sé es que cuando suceda más vale que tenga a mi lado a un perro pardo).

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