Toda utopía es expresión de un profundo desencuentro con la realidad, y potencialmente puede ser motor y horizonte para la acción política transformadora. Por esta relación con lo dado y por su sentido prospectivo, las utopías son esencialmente críticas. Así lo pensaba el filósofo Adolfo Sánchez Vázquez ─de quien replico parcialmente este argumento─ y enfatizaba también su ambivalencia. Ninguna utopía transforma por sí misma la realidad; siempre se requiere la intervención consciente para cambiar el decurso de los hechos. En contraparte, sin ella o sin un proyecto de futuro la actividad política es presa fácil del pragmatismo o del actuar errante.
Como lo indica su socorrida etimología, la utopía alude a un no lugar, pero también podría tratarse de algo que aún no ha hallado su lugar, pues su sola existencia, como proyección imaginaria, es tanto la expresión de un deseo cuanto la manifestación de una profunda inconformidad. Así, lejos de la autocomplaciente idea de que toda utopía se convierte en un ideal regulatorio al que jamás se llegará, se puede documentar cómo las utopías modernas han alimentado la acción práctica transformadora porque se ha creído en su factibilidad. Ellas han sido un contrapunto crítico que dicta: esto que es bien podría ser de otro modo. Su verdad radica en develar las carencias del aquí y ahora e imaginar de forma creativa otro modo de ser, lo que las convierte en un potencial estímulo para la acción política.
De modo que la utopía es central para cualquier proyecto de izquierda. Esto no elude el problema sobre su realización: los cómo, cuándo o bajo qué medios representan la confrontación con su viabilidad. Acá, la falta de matices hace que los pragmáticos pontifiquen siempre en favor de lo estrictamente posible, en detrimento del horizonte de futuro; o da una presunta estatura moral a quienes desde el temor a la falta de congruencia con el proyecto deseado prefieren mantenerse alejados de la política y sus contradicciones, cual almas bellas ─como diría Hegel─.
Eso lo saben quienes menosprecian, por idealista, cualquier proyección de futuro que se aleje parcial o radicalmente del realismo galopante y cínico de nuestras sociedades, tanto como quienes creen que sólo con imaginar futuros posibles se alivia la pesada carga del presente. Para la izquierda, la sorna del primero o la liviandad espiritual del segundo ni liquidan ni resuelven la compleja relación entre la necesidad de poseer tanto un proyecto colectivo común como la insustituible acción política. Por ello, la pregunta por nuestras utopías sigue siendo vigente. ¿A dónde vamos?, ¿a qué aspiramos?, ¿qué mundos imaginamos desde la izquierda?, ¿qué nos distingue sustancialmente de nuestros opositores?, ¿cuál es nuestro horizonte de futuro? Las respuestas, como siempre, no podrán ser sino colectivas, y, seguramente, tendrán que mirar a nuestro pasado para nutrir cualquier imagen de futuro. Sin utopía no hay transformación.