Identidad latina

Columnas Plebeyas

Un día (¿o habrá sido una noche?) me encontraba en medio de una discusión sobre discriminación, identidad, relaciones de poder, privilegio y prejuicios. No recuerdo si era un foro universitario o una borrachera, dado que a nivel argumentativo es fácil confundirse entre los dos ambientes. 

La cosa es que ahí estaba yo razonando sobre algo, como siempre con el afán de salvar el mundo. Y de repente, frente a algún argumento irrefutable, recibo como respuesta una declaración que a un cierto punto siempre se llega: “Es que tú eres europeo, no puedes hablar. No eres latino”.

Recuerdo entonces largas explicaciones de cómo latino, antes de ser abreviación de “latinoamericano”, quiere decir habitante del Lacio, donde vivían precisamente los latinos, primeros habitantes de la ciudad de Roma. Por eso precisamente hablaban latín, idioma colonial del cual derivan las lenguas latinas: el francés, el español, el portugués, el rumano, el ladino, el catalán, y pues el italiano. No sé por qué, pero frente a este argumento la respuesta más común es “Ah, ¿pero esto qué tiene que ver?”.

Tampoco es el caso ponerme estricto con el tema etimológico. Pero no lo puedo evitar. 

No recuerdo cómo acabó la conversación. Lo más probable es que como siempre: el mundo no fue salvado. Y aunque haya sido un foro universitario o una borrachera, nuestros argumentos se disolvieron en la autorreferencialidad típica de ambos contextos. 

Pero el punto era otro, ¿verdad? Déjenme volver a ello. El punto era lo latino.

Me toca lo latino porque tiene que ver conmigo y el hecho de que me excluyan me duele. Qué bonito tener una identidad en la cual sentirse cómodo, bien recibido, sentirse en casa. Ir a un lugar hostil, como los Estados Unidos, llenos de blancos anglosajones que comen hamburguesas y se sienten dueños del mundo y enfrentarlos con el español, los tacos al pastor, las arepas y la raza de bronce. 

Qué bonito saber que puede que hayan robado la mitad del territorio mexicano, pero “nosotros los latinos” estamos recuperándolo con la población.

Qué bonito es sentirse parte de un continente que tiene en común un pasado de conquista pero ahora ha despertado y ya no agacha la cabeza, ya es un todo frente a la arrogancia del imperialismo. 

Yo también quiero sentirme parte de esta identidad, del orgullo latino. 

Y no entiendo por qué, si tanto el nombre “América”, como el apellido “Latina” tienen que ver con Italia, no puedo ser incluido en esta identidad. 

Y fue ahí cuando me acordé de una historia que me contó alguna vez, durante un descanso en la playa, un pescador de perlas de la isla de Tahití. 

Había una vez una un pescador de nombre Patea que vivía en la pequeña isla de Hiva-Hoa. Vivía una vida tranquila, pescando mahi mahi, ume y atún con su arpón, hasta que un día, después de una pelea de borrachos, un vecino le dijo que él no era bienvenido en la comunidad, que nunca lo había sido, porque no era uno de ellos.

—Tú no eres de los nuestros —le dijo el vecino con desdén— y nunca lo serás. No te pareces a nosotros porque eres hijo de Moorea.

En efecto su madre había llegado de la isla de Moorea muchos años atrás. 

Como todos los tahitianos, Patea era muy susceptible y se quedó pensando en el rechazo de su vecino. A partir de aquel día, Patea observaba con atención los rasgos que hacían a su vecino un miembro más de la comunidad. Luego, en la soledad de su canoa, se asomaba a reflejarse en el agua del mar, para ver si lo que veía se parecía a su vecino. 

Tenía los mismos amuletos, hechos de diente de tiburón. 

Tenía los mismos tatuajes, que relataban las leyendas del gran Maui. 

Tenía los mismos aretes, hojas de palma, collares de conchas. 

Todo parecía igual a la identidad a la que quería pertenecer. Aun así, mirando la imagen reflejada en la superficie del mar, no sentía ninguna identidad con el rostro que desde las olas lo miraba fijamente. Por alguna razón su imagen era parecida a la de cualquier habitante de Hiva-Hoa, pero era cierto, él no encajaba. 

Después de muchos días y muchas noches, cansado de enfrentar ese dilema, tomó la decisión definitiva. 

Siguió pescando y dejó de mirarse. E hizo lo posible para llevar su vida en paz, de la mejor manera. 

(Si me preguntan a mí, no uso espejos porque nunca dicen la verdad. Pero tampoco le tenemos que gustar a todo el mundo).

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