Si a lo largo de la historia han surgido conceptos capaces de sintetizar toda una experiencia política es porque han sido asumidos por los actores como guía para orientar sus acciones. Es el caso de la “república social y democrática”, que durante la Revolución francesa de 1848 funcionó como insignia de un movimiento que propuso nuevas formas de asociación colectiva. Volver a abrir el campo de significaciones alrededor de este concepto nos puede ayudar a imaginar un futuro por el que valga la pena luchar.
Esta palabra funcionó como santo y seña en el espacio público revolucionario y sería ingenuo aislar una sola definición para hacerla pasar como un modelo plenamente definido y acabado. No, este concepto indicaba una búsqueda, un intento de síntesis capaz de establecer el marco de un programa radical de transformación de las instituciones.
¿Cómo aproximarnos al núcleo de problemas y expectativas que se anudaron en este concepto? Hay una famosa intervención de Proudhon que puede darnos una primera pista. “¿Cuál es tu nombre, revolución de 1848? —se preguntaba retóricamente— Mi nombre es el derecho al trabajo“.
Desde la perspectiva socialista, la república liberal burguesa era sinónimo de desorden y esto se traducía en formas muy concretas: en la miseria y la desocupación de grandes sectores de la población. El designio de “dejar hacer, dejar pasar” sólo disimulaba una negligencia y la nueva república de los trabajadores buscaba restituir la responsabilidad de definir colectivamente el destino de la nación.
En el proyecto de la nueva república, socialismo y democracia se implican mutuamente. El fin último del socialismo era instituir una democracia entendida como autogobierno del pueblo y eso sólo podía alcanzarse por medios democráticos que aseguraran la participación popular. La universalización del derecho al voto y los mecanismos de democracia directa se inscriben en esta narrativa.
El derecho al trabajo indicaba entonces no sólo y no tanto una cuestión económica, sino una forma de participación en lo común. El trabajo se entendía como función social y contribución de todos en el todo y, como tal, era la praxis que mejor captaba el lazo que definiría a la república social y democrática. Una nación que trabaja cooperativamente.
Así mirado, el derecho al trabajo conduce necesariamente a un cuestionamiento de la propiedad privada de los medios de producción. Pues si el trabajo es participación en lo común, también la organización del taller y de la fábrica debería involucrar al trabajador en las decisiones que marcaban el desarrollo de su propia actividad.
La nueva república podía dibujarse entonces como la articulación de un vasto archipiélago de centros de participación democrática diseminados en la sociedad y que iban desde los centros de trabajo y las comunas municipales hasta la asamblea nacional. En el vértice se encontraba un Estado social entendido como un órgano del pueblo capaz de coordinar a todos estos elementos.
Parte de la actual crisis civilizatoria tiene que ver con un declive de la imaginación política. Reabrir, sin nostalgia, el archivo de la historia de la democracia radical es un buen ejercicio para recuperarla.