La pobreza tiene muchos rostros y formas, es multidimensional; es decir, no sólo se caracteriza por el ingreso económico, sino también por otros indicadores que la conforman, como el rezago educativo, carencia alimentaria, calidad de las viviendas, acceso a la salud, calidad de servicios, acceso a derechos, seguridad social, etcétera. La combinación de carencias en estos indicadores es lo que da como resultado la pobreza en general, que a su vez la podemos clasificar en tipos y niveles.
En México, la mayoría de las personas tienen algún tipo de carencia. Aunque hemos mejorado considerablemente en el último sexenio, la pobreza sigue siendo uno de los grandes temas a resolver en el país. En datos concretos, solo el 27.1 por ciento de la población no es pobre y no tiene algún tipo de carencias; es decir, la mayoría de la población mexicana presenta algún tipo de pobreza. Y de ese grueso de la población, son las mujeres quienes más la padecen, ya que existen más de ellas en situación de pobreza que hombres. Hay 1.2 millones más mujeres que hombres con rezago educativo; 1.3 más con carencia social; 3.5 millones más con un ingreso inferior a la línea de pobreza y 1 millón más con carencia en alimentación nutritiva. Estos datos, derivados del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), nos confirman lo que muchas veces decimos: hay una feminización de la pobreza, originada por la violencia estructural y sistémica contra las mujeres.
En contraste, en un sistema con lógicas patriarcales, diseñado por y para los hombres, podemos observar con mucha claridad en manos de quién está el dinero. Ocho de las 10 personas que más concentran riqueza en México, según Forbes, son varones. Y, según el listado de los cien empresarios más importantes en el país de la revista Expansión, 94 son varones. Es decir, no sólo hay más mujeres en situación de pobreza, sino que prácticamente las mujeres también estamos excluidas del mundo de la riqueza.
Desde el feminismo se ha hecho mucho hincapié en evidenciar que los estereotipos de género generan desigualdad, que se manifiesta y traduce de muchas maneras, como la económica. Los trabajos sin remuneración económica, poco reconocidos o valorados, como las tareas de cuidado y las actividades del hogar, han sido históricamente asignados a las mujeres. Los roles y estereotipos de género dividen el trabajo según las características que a cada sexo le corresponden, esta división del trabajo tiene una valoración social distinta, que se traduce en relaciones jerárquicas de poder y en desigualdad. El trabajo doméstico y de cuidados ha sido menospreciado, falto de reconocimiento, y la visibilización de su importancia en la sociedad es casi nula.
Es por esto y más que las actividades afirmativas en favor de las mujeres se vuelven necesarias, no sólo por equidad, redistribución de la riqueza o abatimiento de la pobreza, sino por justicia social.