A la luz de la realización de la Conferencia Política de Acción Conservadora (CPAC) en un hotel de Santa Fe, en la Ciudad de México, es evidente que un sector del abanico de conservadores y ultraconservadores mundiales nutre su pensamiento del confesionalismo. Esta característica, si bien no es unánime, sí resulta lo suficientemente mayoritaria como para que el lema del encuentro haya sido “Dios, patria y familia”.
Si bien las religiones cristianas, incluyendo la católica, han sido históricamente una de las fuentes de los conservadurismos mundiales, al menos desde 2014 en la CPAC también se han dado cita grupos abiertamente ateos. Estos coinciden con los objetivos del conservadurismo mundial, pero su convicción no ha sido preponderante, y más bien el tono dominante es confesional. Así ocurrió en esta conferencia realizada en México.
Sin embargo, a diferencia de otros países latinoamericanos, el nuestro tiene una relación peculiar con las iglesias. Mientras en Brasil, por ejemplo, pueden participar en contiendas electorales y ocupan espacios de representación, en México se ha enarbolado un laicismo que por momentos fue antirreligioso e implicó conflictos que dejaron huella en nuestro sistema político. Esta circunstancia es común en otros países latinoamericanos, donde las iglesias pueden o no tener bancadas pero sí un nivel de influencia que se ha acrecentado con el fortalecimiento de las protestantes.
A mediados del siglo XIX la guerra de reforma y las leyes de los liberales jacobinos consolidaron la separación entre la Iglesia y el Estado, y ya en la posrevolución el anticlericalismo tuvo un periodo de apogeo. Por ejemplo, Tomás Garrido Canabal, gobernador de Tabasco en tres ocasiones no consecutivas entre 1919 y 1934, fue un recalcitrante antirreligioso que llevó al extremo la máxima de que la religión es el opio del pueblo. Con mayor influencia, los presidentes Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas tuvieron tales desavenencias con el clero que llevaron a la primera y segunda guerras cristeras.
La cultura política de México, como resultado de estos procesos, encumbró al laicismo como uno de sus principios fundamentales y esta característica resulta relevante como una de las barreras institucionales propias de nuestro país frente al virtual fortalecimiento del radicalismo ultraconservador que, desafortunadamente, está tomando rasgos fundamentalistas y violentos en diversos lugares del mundo. Entre otras cosas, la diversidad de conservadurismos que se dieron cita en la CPAC confluye en plantear una cruzada abiertamente antifeminista.
La familia tradicional con el varón a la cabeza, así como la maternidad como destino de las mujeres, que entre otras ideas se expresa en la oposición acérrima del derecho a decidir, son rasgos que comparten la mayoría de estos grupos. Además, observan en la lucha histórica de las mujeres un signo de decadencia moral que debilita a las familias, núcleo de la organización patriarcal del mundo.
En un momento histórico donde el feminismo es un movimiento social, político y cultural vanguardista, masivo y con gran legitimidad en el mundo occidental, el ascenso de los ultraconservadurismos significa la más riesgosa afrenta hacia los derechos ganados por las mujeres. Es por ello que aunque la masividad es una fortaleza los principios básicos del feminismo deben estar claros como movimiento unificado contra el retroceso de los derechos de las mujeres. Y uno de ellos, para el caso mexicano y atendiendo a su propia historia, es la defensa del laicismo.
El feminismo, que ha intentado ser ilegítimamente cooptado por las derechas institucionales, tiene una tradición política de izquierda. Las luchas de las mujeres no pueden compartir agenda con los grupos que buscan fortalecer su subordinación mediante propuestas como la mercantilización de la vida o la imposición de la religión y el pensamiento único. El feminismo politizado es enemigo natural del ultraconservadurismo y probablemente sea el más fuerte y capaz de hacerle frente en este momento.