La primera condición del escritor es pertenecer
José Revueltas
I
En una entrevista Mircea Catarescu afirmaba que seguiría escribiendo aunque fuera la última persona sobre la faz de la tierra. Que cualquier escritor en el fondo escribe para sí mismo se repite como verdad a medias en clases de escritura y talleres literarios—una de las muchas verdades a medias que resuenan en estas cocinas donde se escudriña el misterio del arte. ¿Por qué? Catarescu parece anticipar su romántica resolución con una idea de la filosofía antigua teñida de cierto panteísmo:
“La condición humana se refleja en una sola conciencia humana”[1].
Escribir es dejar huella, escribir es pertenecer. Fundar un país aunque el único habitante sea uno mismo. Escriben sus iniciales los jóvenes enamorados que pretenden trascender su amor en una anónima pared, escribe el artista callejero que estampa los colores o grafitis en los rincones oscuros de los suburbios, escriben las militantes enfurecidas que tachan los monumentos erigidos a la colonización y el patriarcado, escribe el campesino que marca sus reses con el hierro caliente, escriben las novicias en sus diarios íntimos y los adultos seniles en folios que entitulan memorias. Asimismo escribían sus dibujos rupestres en las grutas los habitantes primitivos, escribían los sacerdotes egipcios sus formas jeroglíficas en los monumentales edificios del imperio y escribían los litterator —acaso los ancestros del escritor moderno— en las tablillas de Palimsesto donde se recopilaban fragmentos de la tradición helénica, quedaba constancia de los trueques o se inventariaban las posesiones y las reservas de cereal, legumbre y frutas después de las cosechas.
La relación entre pertenencia y escritura salta a la vista bajo múltiples formas: las cosas pertenecen a su dueño así como el individuo pertenece a la comunidad; la escritura funge de garante, lo “oficializa” —aunque sea desde la protesta, como ocurre en panfletos y otras muestras de la manifestación política donde la pertenencia se subraya desde la diatriba. No extraña que echar una firma, dicho popular mexicano, sea entre los hombres (quienes mean de pie, quienes colonizan) orinar un lugar, el mismo gesto de los animales para marcar territorio, para agenciar su espacio.
II
En Fedro o de la escritura Sócrates y Fedro critican la palabra escrita: las letras yacen inertes en el papel, sólo viven a través de los ojos y la boca que las leen; son una triste imitación de la palabra oral, viva y capaz de dialogar, discernir y preguntar —idea que cuestionamos siglos más tarde (tal vez con cierta ingenuidad) al entender el libro como un objeto mágico que nos permite un diálogo entre los lectores de hoy y los autores de ayer. Además —sigue Sócrates—, lo escrito no es más que un sucedáneo de la memoria y sólo tiene la cualidad de la reminiscencia, del remedio contra el olvido. De entre todos los discursos (logos) —concluye—, el único legítimo es aquél que “está escrito verdaderamente en el alma, que tiene por objeto lo justo, lo bello, lo bueno y donde se encuentran reunidas claridad, perfección y seriedad”[2].
¿Existe en nuestros tiempos de penuria, como diría Heidegger, la escritura excelsa y noble que elogiaba el filósofo? Frente a esto (tal vez con cierta malicia), no podemos menos que pensar en los cúmulos de falsa información —Fake News, bulos y un gran etcétera— o en las parrafadas guerreristas, racistas, xenófobas y machistas de los líderes mundiales que oímos, vemos o leemos día a día. Escrituras que disgregan, separan, dividen, enfrentan. No obstante, un influjo esperanzador nos muestra también su contraparte: la poesía, el arte literario, ese ascenso furioso del espíritu humano hacia los predios elevados de la sabiduría y la belleza que floreció en lugares y tiempos tan diversos como la Mesopotamia del siglo XX A.C. con el Poema del Gilgamesh; también en la India del rey Hada Satavahana, primer compilador de poesía lírica india en el siglo I; o las tierras imperiales del rey-poeta Netzahualcóyotl donde resonaban sus versos en náhuatl en pleno siglo XV. Escrituras que anudan, congregan, concilian y unen. Tampoco es casual que entorno a estas diversas escrituras se hayan gestado clanes, naciones y comunidades de todo tipo.
¿Qué es, pues, lo que une en dichas escrituras? Probablemente la belleza, esa tirana irresistible. La poesía, esencia de la escritura literaria, nos hace vivenciar lo bello, lo evoca; nos recuerda ese atributo único y propio de la condición humana: la capacidad de sentir lo bello, de congregar en torno a la belleza. De nuevo la escritura como remedio del olvido.
III
A comienzos del siglo XIX en el territorio donde nací se libraba una guerra sin precedentes: los ejércitos independentistas peleaban entre sí de trinchera a trinchera mientras las fuerzas de la corona española se replegaban para dar su última batalla. Entre 1810 y 1815 se escribieron decenas de constituciones políticas. La situación era tal que prácticamente después de cada victoria importante, los cabecillas de uno y otro bando se afanaban por culminar un nuevo documento que sellara su poderío sobre las tierras. Creían que la firma en el papel les otorgaría la potestad de regir, pero también de validar una comunidad, de representar el sentir de un grupo de personas. El texto se conoció primero como “Constitución de Cundinamarca”, luego de Provincias Unidas de Nueva Granada y décadas más tarde de la República de Colombia. La escritura —que en su versión latina scriptura, significa marcar, trazar, circunscribir y limitar —crea, incluso inventa comunidad —que viene de communitas y se refiere tanto al conjunto de personas que viven juntos como a las reglas y los intereses que los definen. Quizás por eso la Constitución es un ejemplo aventajado de esta atadura.
En 1855 el Jefe Seattle le escribió al presidente Pierce una triste y célebre carta, que no sólo marca un contrapunto histórico sino también ejemplifica la apropiación territorial de la escritura. Ante el mañoso ofrecimiento de Pierce, quien pretende comprar una tierra de más de dos millones de acres a los Swammish y les promete, en un acto de infamia bastante paradigmático, la donación de una reserva en otro lugar, el jefe nativo indígena le responde:
¿Cómo se puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra?, esta idea nos parece extraña. Si no somos dueños de la frescura del aire, ni del brillo del agua, ¿Cómo podrán ustedes comprarlos? Cada pedazo de esta tierra es sagrado para mi pueblo, cada aguja brillante de pino, cada grano de arena de las riberas de los ríos, cada gota de rocío entre las sombras de los bosques, cada claro en la arboleda y el zumbido de cada insecto son sagrados en la memoria y tradiciones de mi pueblo. La savia que recorre el cuerpo de los árboles lleva consigo los recuerdos del hombre piel roja.[3]
La escritura crea comunidad, incluso (y a veces sobre todo) desde el desarraigo. Baste pensar en la diáspora y las innumerables comunidades en el exilio del siglo XX.
IV
Desde su gestación, las palabras tratan de congregar. Los griegos creían que la divinidad había insuflado en cada ser, por más minúsculo que fuera, un nombre único, intransferible y universal. En las letras de rosa está la rosa, y todo el Nilo en la palabra “Nilo”, escribió Jorge Luis Borges en El golem, poema que figura el poder conjurador del lenguaje. Por lo tanto la palabra “rosa” no sólo tiene la función utilitaria de referirse a dicha flor, sino que además prefigura una imagen y una idea de las rosas que tenemos como comunidad. De igual forma existe en quechua una palabra para referirse exclusivamente a un niño desnudo y con frío: chirisqui. Chiri quiere decir “pequeño” o “frío” según el contexto, y siki significa “nalga”. Esa singularidad, esa mirada única de la lengua crea vínculos comunitarios indisolubles.
Sin embargo, las palabras no se bastan a sí mismas. Lo que pone de acuerdo a unos, confunde a otros, como en el relato bíblico de Babel según el cual en un principio el mundo hablaba una sola lengua, pero cuando un rey —Nimrod— quiso erigir una torre con el propósito de alcanzar el cielo, entonces Dios la derrumbó y dividió el idioma humano en muchos para sembrar confusión. Las palabras pueden ser espadas de doble filo, como pensaba Nietzsche[4]. Inventadas para darle orden a una realidad heterogénea y compleja, permiten la comunicación pero tratan de imponer su lógica en un mundo contradictorio que se resiste a entrar en sus casillas. Por eso no bastan para crear comunidad, así lo vemos en las palabras de los discursos políticos, henchidas de vacío, o en los himnos —cantos de guerra— que devienen cantinela repetitiva y autómata. Acaso el lenguaje artístico, dotado de belleza, rebelión y profecía, pueda aspirar a reunir genuinamente.
V
Mucha tinta se ha vertido acerca de Cuévano, Macondo o Comala, esas naciones imaginarias que hermanan lo Latinoamericano desde una tradición donde confluyen injusticia, abandono, dolor y maravilla. Su evocación va, por supuesto, más allá de la geografía sentimental de Ibargüengoitia, García Márquez o Rulfo y envuelve una tierra donde lo extraordinario desborda por todas partes. Sin embargo, la literatura rebasa incluso un sentir comunitario tan fuerte como el socio-político. Su entramado afectivo, construido por y hacia los afectos, apela a la colectividad desde un sentir más profundo.
En Spoon River Edgar Lee Masters ofrece un compendio poético donde presenta los epitafios de cada uno de los habitantes de un pueblo imaginario de los Estados Unidos –un lugar que bien podría ser Kansas o Philadephia a comienzos del siglo XX. Aquí fungen no sólo la tierra como principio evocador, sino la muerte como igualadora de lo humano. En medio de una atmósfera racista y misóginala joven Carson McCullers logra, con tan sólo 23 años, habitar la soledad, el luto y la asfixia de los lugareños de otro pueblo perdido en los años cuarenta del siglo pasado en The heart is a lonely hunter. Escrituras que construyen nuevos clanes.
¿Y qué decir de las demás comunidades, esas irrestrictas o difusas? La de los enamorados, por ejemplo. ¿Qué sería de ella hoy día sin la minuciosa reglamentación del contacto amoroso que escribió Andrés el capellán en los pergaminos del Tratado del amor cortés en el medioevo (el pretendiente empieza como suspirante, luego es suplicante, después oyente y al fin amante), o sin la sublimación del amor subyacente en El himno a Afrodita de Safo, o incluso sin la basta sabiduría pragmática del Kama Sutra? Es probable que hubiera encontrado la manera de desplegarse, pero sin duda su alma, sus límites y su performance habrían adoptado otra forma. Asimismo los insomnes, ¿qué sería de esa tribu sin los desvaríos de Virginia Woolf o Franz Kafka? Las comunidades son tantas y tan variadas que su silueta trasciende fronteras ideológicas, sociales o religiosas. Tal vez el privilegio de la escritura literaria consiste en hermanar a los individuos más allá de sus diferencias irreconciliables, incluso de las diferencias con su propio yo, como quería Catarescu.
[1] Entrevista disponible en línea en: https://www.milenio.com/politica/retirarse-al-metaverso-mayor-peligro-para-la-humanidad-mircea
[2] Fedro, 347 C, disponible en: https://es.wikisource.org/wiki/Fedro
[3] Traducción del inglés: “How can you buy or sell the sky –the warmth of the land? The idea is strange to us. Yet we do not own the freshness of the air or the sparkle of the water. How can you buy them from us? We will decide in our time. Every part of this earth is sacred to my people. Every shining pine needle, every sandy shore, every mist in the dark woods, every clearing, and every humming insect is holy in the memory and experience of my people. The sap that runs through the trees carries the memories of the red-skinned man”. Carta disponible en: https://www.alexrovira.com/en/sensaciones/articulo/carta-del-jefe-indio-seattle
[4] “¿Es el lenguaje la expresión adecuada de todas las realidades? ¿Las cosas necesitan nuestro señalamiento para ser?”, se pregunta el filósofo. Nietzsche, Friedrich, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Tr. Joan B. Linares. Madrid: Gredos, 1ª edición, 2011. pp. 187-201. p. 191