Anatomía de un duelo II

Ensayos

“Una muerte equivale a todas las muertes”.

Anónimo

“Uno no ama sino a lo que muere o está muerto”.

Judith Butler

Hay pocas prácticas tan universales y a la vez tan individuales, tan necesarias y a la vez tan inútiles como el duelo. Desde tiempos remotos la experiencia de la pérdida saca a flote las contradicciones más profundas, retorcidas y quizás más bellas del ser humano. ¿O qué decir de los Toraja en Indonesia, que momifican a sus muertos y los mantienen en sus casas por meses e incluso años?  ¿O de las comunidades gitanas que durante las exequias de sus difuntos beben, cantan, bailan y se emborrachan hasta perder la consciencia? ¿O incluso de las familias francesas, portuguesas y españolas que difundieron la fotografía post mortem, la costumbre de vestir a sus difuntos de gala y tener largas sesiones fotográficas con ellos?

El duelo permite mucho, abre una brecha entre lo privado y lo público, pone en suspenso ciertos preceptos éticos, expresa hasta lo inexpresable. Sus usos dan lugar a incontables rituales que nos resultan más ajenos entre más lejanos son de nuestro espacio, tiempo y cultura. “El muerto al pozo y el vivo al gozo”, “al fin y al cabo, para morir nacimos”, en torno al duelo se acumulan proverbios irrefutables y de misteriosa hermosura.

Dejando de lado esa idea general según la cual hay duelo incluso cuando uno extravía las llaves de la casa o le roban la cartera, perder a un ser querido es perder la posibilidad del tiempo a su lado. Especialmente de dos tiempos: del presente (el que pudo ser en su compañía), y del futuro (que ya no será). Tal vez por eso el tiempo predilecto del duelo es el pasado: empezamos a ver todo con los ojos de la nostalgia, de la edad de oro y del paraíso perdido. Queremos “forzar el pasado, actuar retroactivamente, protestar contra lo irreversible” como decía Ciorán. Nos rasgamos las vestiduras emocionales, añoramos compartir el destino del fallecido, “deseo e identificación se confunden agudamente en un lazo melancólico”, según Judith Butler.

Sin embargo, ¿qué sentido tiene imaginar esos panoramas imposibles? ¿No es el duelo algo más que la manifestación del dolor ante una pérdida? ¿No es acaso un proceso para entenderla y, si es posible, aceptarla?

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A finales de enero me enteré de la muerte de un querido amigo. Era un hombre joven (atravesaba ese umbral entre los veinte y los cincuenta años conocido como adulescencia) y en mi opinión su vida oscilaba básicamente entre el trabajo y la fiesta. Era mesero. Como muchos saben, el límite entre diversión y devoción suele ser difuso en ese oficio. Juntos compartimos largas noches de fiestas, paseos nocturnos y convivios a orillas del río donde nos conocimos; floreció una emotiva amistad, una simpatía inevitable.

De esos días recuerdo que todo giraba en torno a pocas cosas: la música, la alegría comunitaria, el flirteo y las sustancias. Mi amigo vivía al “estilo vampiro”: 1) dormía la resaca todo el día, desde bien entrada la mañana hasta las últimas horas de la tarde 2) se iba a trabajar bañado, perfumado y casi siempre sonriente poco antes de la puesta de sol 3) agarraba la fiesta desde las dos o tres de la mañana por sus extendidos turnos en los bares y restaurantes donde era recibido con los brazos abiertos gracias a sus habilidades con la bandeja y su desenvoltura para moverse en medio de la gala nocturna, pero de donde también lo despedían invariablemente al cabo de varias llegadas tarde o inasistencias según la magnitud de la fiesta.

Casi siempre encontraba con quién salir de copas, pero cuando no, tenía un pasatiempo noctámbulo: aburrido de patear piedras y andar en círculos, enviaba mensajes de chat con listas de cinco, seis, y hasta diez canciones en fila, seguidas de largos mensajes de voz donde hablaba de todo y de nada, repasaba anécdotas y me contaba las novedades de su vida en los últimos meses.

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En la antigua Sicilia el duelo consistía en caminar con el muerto a cuestas por las calles del pueblo tocando puertas, ventanas y avisándole a la comunidad, entre gritos y quejidos, que alguien había fallecido. El duelo como expresión pública de dolor. En Madagascar se celebra la “Famadhianna”, los recién casados desentierran las momias de los padres si estos han fallecido, cambian sus ropas y cenan con ellos en la mesa. El duelo como expresión pública del respeto. Los antiguos vikingos enviaban a sus difuntos más destacados en un barco que ardía en llamas junto con sus pertenencias y a veces incluso con sus esposas e hijos a bordo. El duelo como expresión pública de la compañía. Las madres argentinas (y tantas otras en distintos contextos latinoamericanos, africanos y asiáticos) protestan cada jueves desde 1977 en Plaza de Mayo, en Buenos Aires, y lo hacen vestidas de negro. El duelo como lucha política, lucha en contra de la minimización gubernamental de ciertas violencias entre las que se cuentan las desapariciones forzadas, los crímenes de lesa humanidad y los feminicidios.

Es obvia la relación entre duelo y dolor —dolus en latín—, pero es menos evidente la que tiene con la palabra “engaño” —de ahí la expresión crimen doloso —, o con “combate” —que evoca los duelos de honor entre machos desde la antigüedad, especialmente desde la edad media hasta los siglos XVIII y XIX (aunque en México, por ejemplo, el enfrentamiento a pistola como acto público de reparación fue moneda de cambio hasta el porfiriato y la Revolución). Sin embargo, bien sabe quien ha vivido un duelo que eso tiene algo de cierto: ocurre un combate —contra uno mismo— y un engaño —de uno mismo— en el proceso.

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Siempre me ha resultado curiosa la expresión “muerte por causa natural”. ¿Qué causa es natural? A mi modo de ver todo lo que ocurre en el espacio-tiempo es natural: desde un accidente automovilístico pasando por el infarto de una anciana de cien años en su lecho de sábanas blancas hasta una guerra nuclear. ¿Si algo en este mundo fuera “anti-natural” podría acaso suceder? ¿No es acaso la ciega devoción de “lo natural” uno de los argumentos favoritos de ciertas aberraciones ideológicas como el nazismo y el apartheid?

De cualquier forma la muerte de mi amigo no fue un suceso común. O al menos no demasiado. Se lanzó desde el piso diecinueve de un edificio, muy cerca del barrio “más alegre de la ciudad”, donde trabajó buena parte de su vida. Fue una noticia inesperada para todos (hasta ahora no he encontrado a la primera persona que admita lo contrario).

Según las archi conocidas derivas de Kübler-Ross sobre la muerte y el duelo hay alrededor de cinco etapas en el procesamiento del dolor: 1) Negación  2) Ira 3) Negociación 4) Depresión y 5) Aceptación. Valga decir que este ciclo no ocurre necesariamente en un orden específico y las fronteras entre una etapa y la otra muchas veces son porosas y están superpuestas.

Efectivamente, al principio no lo podía creer. Era mi amigo. Me parecía imposible que una persona tan enérgica, sonriente y llena de vida se hubiera suicidado. Mis recuerdos de él eran imágenes casi fotográficas, clichés de un joven alegre brindando en primer plano bajo distintas escenografías (bares, terrazas, restaurantes, multitudes festivas e incluso bosques, pues varias veces nos habíamos metido entre las arboledas para chocar nuestras botellas mecidos por el silencio y un viento reconfortante).

Después vino el enojo. ¿Por qué nunca me había dicho nada? ¿acaso me lo dijo y no fui capaz de verlo? ¿Metido en el egoísmo de mi isla solitaria fui ciego ante lo evidente? Vinieron las llamadas, los interrogatorios, las charlas con esos amigos en común, con esa gente que convivía con él, que convivió con nosotros. Pero nada. Seguía siendo un misterio. No había ninguna pista contundente más allá de esos arranques nocturnos que lo empujaban a buscar la fiesta con un ímpetu insaciable.

Desde luego la rabia seguía ahí. Ese molesto vacío, esa idea de que mi amigo me había traicionado de alguna manera, de que había callado lo que no debe callarse. Pese a todo no podía enojarme con él, era absurdo: ¿cómo enojarse con alguien que se quitó la vida? Parecía como si al arrojarse al vacío, como si al lanzarse de ese alto edificio se hubiera blindado contra cualquier odio, contra cualquier rencor.

¿Y las demás etapas? ¿la negociación, la depresión, la aceptación? Supongo que forman parte del ciclo, que voy y vuelvo de ellas, que las transito como quien recorre un lugar conocido, pues afortunadamente el duelo no es un camino en línea recta sino tal vez un proceso que nunca deja de manifestarse en quienes pierden a alguien, en quienes viven la muerte en vida.

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Es bien sabido que los animales reaccionan ante la muerte. A tal punto que cabe preguntarse si practican algo semejante al duelo. Los elefantes, por ejemplo, echando mano de su prodigiosa memoria tratan de visitar al menos una vez el suelo bajo el cual yacen los huesos de sus antepasados –distintos videos captados por etólogos muestran a madres elefantes acariciando con la trompa los huesos de sus progenitores o sus antiguos compañeros de manada. Entre primates es un suceso común cargar el cuerpo muerto de una de las crías–pueden pasar días, meses y en ciertas ocasiones las madres siguen aferradas a sus cachorros hasta que el calor los momifica por completo. Cuando los minúsculos despojos de una hormiga liberan ácido oleico y empiezan a despedir olores fétidos en medio del camino comunal, un grupo se encarga de recogerlos y enterrarlos en un espacio que sería el equivalente humano al cementerio[1].

En How animals grieve [cómo hacen duelo los animales] Barbara J. King cuenta la historia de un gato que podía sentir la muerte. Se llamaba Oscar y era la mascota consentida de un geriátrico en Rhode Island. Cada tanto, sin una razón evidente, Oscar visitaba la cama de algún interno por varios días. Se echaba junto al pie y de vez en cuando soltaba unos lastimeros maullidos. Al ver esto los empleados llamaban a los familiares del susodicho, pues no tardaría mucho en fallecer. Como es de suponer, muchas personas enfermas residen en este tipo de lugares y probablemente Oscar percibía anticipadamente ciertos síntomas de algún malestar que lo atraía en particular. Aunque esta parece una suposición humana, demasiado humana, es difícil ceñirse a la razonable certeza de que Oscar sólo atinaba azarosamente, una y otra vez, a la hora de hacer sus fatídicas visitas.

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Una noche, mientras oía una y otra vez los largos mensajes de voz que mi amigo solía enviarme en esas madrugadas, acaso ebrio de licor y de drogas, acaso frustrado de explotación laboral y aburrido de soledad, cometí una torpeza que me abrió cierta ventana. Por error pulsé el botón grabar y envié a nuestro chat un corto mensaje que se reprodujo automáticamente, dejando en evidencia un silencio de dos segundos. Ligeramente asombrado por el hecho, me quedé observando el avatar, esa foto de la catedral, ese cielo azul detrás de su rostro serio y abultado—los primeros pelos asomando del mentón y del espacio que separa las fosas nasales del arco de cupido.

Al instante se me ocurrió: ¿y si le contesto? ¿y si respondo a destiempo esos monólogos de cariño, frustración y borrachera? ¿y si respondo a sus recomendaciones musicales que saltaban de James Brown a las baladas romanticonas de Em con los nuevos álbumes de Karol G y Gorillaz que no pudo escuchar pero que seguramente habría adorado? ¿no es eso acaso lo que se hace en Día de Muertos en México, cuando los difuntos vuelven y encuentran un altar florido con sus platillos favoritos, con tazas de chocolate y café, con vasitos de mezcal y tequila que sus seres queridos les ofrendan a quienes tanto los disfrutaron en vida?

Entonces me dediqué a reescuchar atentamente y a contestar. Traté de enviar mensajes de dos o tres minutos, que no excedieran a los suyos. Ahondé en detalles similares, pasé del saludo superficial a las situaciones importantes y también a las banalidades. Escuché sus historias familiares, la admiración intacta y conflictiva hacia su papá y su hermano, la mención a su sueño de largarse de Francia e instalarse en Dublín para gozar de sus noches sin fin. Retomé nuestra discusión sobre el amor romántico (le di la razón en que la pareja es un mal necesario) y luego sobre Sarkosy (no me dio la razón en que su tocayo representa todo lo que está mal con la generación de los boomers), pero sobre todo me quejé como habíamos hecho tantas veces: me quejé del trabajo y su explotación organizada, de los franceses, de sus pequeñas neurosis y su bon sens, de las crisis económicas orquestadas por élites y gobernantes.

Así pasé algunos días. Está de más decir que fue catártico, si bien entendía que ese efecto terapéutico venía un poco del solipsismo, del poder liberador de los monólogos. No puedo decir que la tristeza se fue, pero ahora es más fácil entender que mi amigo ya no está, ahora me parece posible un mundo sin él, ahora puedo, de cierta manera, brindar a la salud de otros y derramar un chorro de licor a su nombre.

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En la cultura popular la muerte es la igualadora. Muere el pobre, muere el rico / muere el alto y muere el chico, cantan las melodías. La muerte del ser querido es igual a todas las demás sobre todo en un detalle: su unicidad. Como cada ser humano es único, su muerte deja un vacío único entre sus allegados. Y cada intento de colmar ese vacío con palabras también es único, así como su estrepitoso fracaso. Ni siquiera el conjuro evocador del lenguaje logra devolver una pizca de la compañía, del acontecer que trae cada persona adentro.

Ahora bien ¿es igual el duelo de un allegado, ya viejo y próspero, que el de un adolescente en la flor de la vida? Probablemente no. La tragedia del duelo aumenta cuando se trata de alguien joven. ¿Es lo mismo sobrellevar una muerte anticipada por los golpes de la enfermedad que el de un asesinato o un suicidio inesperado? Tampoco, aunque en este caso la situación sea más compleja de lo que imaginamos ya que, si bien es innegable que el asesinato y el suicidio generan otro trauma por la manera en que murió el ser querido, en el caso del suicida había una voluntad de por medio, una decisión consciente.

Según Camus los deseos del suicida se forjan en el corazón de la noche de la misma forma que una gran obra. Aunque melodramática, su perspectiva evidencia un punto: en la escritura se juega algo especial. Escribir sobre la muerte no es solo una catarsis, sino una venganza contra la muerte misma, un alegato contra lo irreversible.

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Como muchas facultades de la mente humana, la consciencia de la muerte llega a cierta edad. Y con ella viene el duelo. Los niños no conciben, no reciben la muerte de la misma manera que el resto de la humanidad. Nosotros, “los adultos”, estamos inclinados a pensar que ellos “no la entienden”, aunque la cosa no es así de simple.

Según los estudios psicológicos divulgados por Elyse C. Salek y Kenneth R. Ginsburg [2], los niños en edad pre-escolar (entre 3 y 5 años) entienden la muerte como algo temporal, pasajero. En otras palabras, para ellos si alguien muere no tardará en aparecer de nuevo, como ocurre con los personajes de caricaturas cuando caen a un vertiginoso precipicio o sucumben aplastados por un yunque gigante de marca ACME. Otros, no obstante, manifiestan sus ideas y reacciones sobre la muerte en el contexto del juego, al explicar las reglas de sus universos. Escaleras al cielo, países del nunca-jamás, palacios nebulosos de San Pedro y toda suerte de recreaciones empiezan a nutrir los imaginarios.

Ya con el dolor de la adolescencia llegan grandes cambios, dentro de los cuales está la noción de finitud, desencanto del cual difícilmente se repone la mente. Aunque los adolescentes entienden la muerte más o menos como un adulto, es posible que se esfuercen, oscilando entre la ensoñación y la frustración, en hallar un sentido o una explicación a la muerte, ya que en esa franja de edad los seres humanos (al menos en Occidente) comienzan a desarrollar las relaciones causa-efecto, las abstracciones y las nociones trascendentales.

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A un momento dado pensé en comenzar esta deriva mencionando la muerte de mi amigo. Luego creí que esto podía ser no sólo artificioso sino también abusivo. ¿Hasta dónde puede llegar la escritura sin vulnerar las fronteras del duelo ajeno?, me pregunté (y sigo sin tener una respuesta). Intuyo que el lenguaje tiene sus límites en este caso. Las palabras se desvanecen en el aire al lado de cualquier muerte. Y, además, está el mayor componente problemático: mi amigo ya no es, mi amigo ya no está.

Aunque de cierta manera falté a mi promesa, no pienso desconocer la soledad que había en su corazón ni pretender que lo sabía todo sobre él, pues tristemente, uno casi siempre termina rindiéndose y descubriendo que, en el fondo, a fin de cuentas el muerto era un desconocido, un misterio, una isla más en este mar de soledades hacinadas. Y lo más contradictorio de todo es que, contra cualquier pronóstico, hay una liberación inexplicable en el mismo hecho de enunciarlo, de hablar de eso.

Será que, en definitiva, todo duelo es a la vez una rendición y una redención.

Este texto está dedicado a la memoria de Nicolas Huet, compañero de noches infinitas.


[1] King, Barbara, How animals grieve, University of Chicago Press, Chicago, 2013.

[2] https://www.healthychildren.org/Spanish/healthy-living/emotional-wellness/Building-Resilience/Paginas/how-children-understand-death-what-you-should-say

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