En las últimas semanas América Latina ha sido el teatro de una turbulencia política sin precedentes al menos por las últimas tres décadas. Por ejemplo, tras la tercera toma de protesta como presidente de Luiz Inácio Lula da Silva, un sector de la ultraderecha brasileña, arropado por figuras prominentes del aparato gubernamental, incluido muy probablemente el expresidente Jair Bolsonaro, intentó dar un golpe de Estado al irrumpir en las sedes de los tres poderes federales, localizados en la capital del país sudamericano, Brasilia.
En diciembre de 2022, la justicia federal argentina sentenció a la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner a una inhabilitación perpetua para contender por cualquier cargo de elección popular; es decir, determinó proscribirla del juego electoral de manera permanente, aun a pesar de que a nivel mediático quedó demostrada la confabulación de jueces federales con actores de la comunicación y económicos para inventar una causa judicial en su contra.
Días antes, en una verdadera tragedia política, el Congreso peruano destituyó al presidente Pedro Castillo, acusado de rebelión tras su intento de disolver ese mismo poder legislativo, convocar a elecciones generales e integrar una asamblea constituyente.
Todos estos eventos contrastan de manera clara con una serie de victorias electorales de diversas coaliciones y proyectos progresistas y de izquierda en años recientes, concretamente desatados desde el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en 2018 en la presidencia de México; victorias que parecían inaugurar un nuevo ciclo progresista latinoamericano tras algunos años de gobiernos de clara orientación conservadora en toda la región. El contraste se vuelve aún más claro si consideramos que México, Colombia y Chile protagonizan este nuevo ciclo, y que la esperada y anunciada llegada de Lula a la presidencia de Brasil pondría por primera vez a prácticamente la totalidad del continente en una sintonía ideológica sin precedente alguno.
Podría pensarse, en una lectura quizás superficial y apresurada, que los hechos hostiles referidos en Brasil, Argentina y Perú representan meramente una reacción de diversos actores sociales e institucionales a la ola de triunfos electorales de proyectos progresistas. Si bien no hay duda de ello, considero que resulta una explicación insuficiente para comprender la verdadera magnitud y profundidad de estos nuevos fenómenos en el plano político latinoamericano.
Por el contrario, estos eventos son síntomas de las condiciones en las que los movimientos nacionales y populares han tenido que gobernar. Reflexionar sobre su significado es imprescindible para los militantes de los movimientos progresistas, puesto que nos encontramos en una coyuntura no exenta de obstáculos para el avance democrático. Desde 2018, en todos los países del continente, con la excepción de Ecuador, han accedido al poder coaliciones de izquierda. La importancia de este hecho radica en que ocurre después del regreso de gobiernos de distintos signos de derecha en muchos países, como Argentina, Brasil, Chile, Bolivia y Honduras, entre otros.
Sin embargo, es igualmente importante no perder de vista las condiciones en las que se ha ejercido el poder, ya que, más allá de la importancia de estas victorias electorales para la democratización de nuestras sociedades, los márgenes de acción son acotados. De acuerdo con Álvaro García Linera, quien fue vicepresidente de Bolivia en las tres administraciones de Evo Morales, el modelo de los gobiernos progresistas latinoamericanos del ciclo anterior está agotado y una renovación es necesaria para poder ofrecer un futuro de certidumbre a la sociedad. Existe, sin embargo, una encrucijada que no es menor y que, de una u otra forma, antes o después, se ha expresado en todos y cada uno de los países latinoamericanos mediante el hostigamiento legal hacia los dirigentes políticos por parte de las instituciones no democráticas del Estado; en concreto, el sistema de procuración de justicia, que en el caso de Brasil demuestra que los actores de la derecha están dispuestos, tal y como lo hicieron en la época de los golpes de Estado, a romper todo orden institucional: es decir, a insertar una lógica de guerra, como ha observado el analista político argentino Jorge Alemán.
La investigación del Lava Jato en Brasil dejó una dura lección para los gobiernos progresistas: se puede ganar las elecciones, pero ello no se traduce inmediatamente en gobernar. Dado que todos los gobiernos progresistas latinoamericanos han aceptado el marco institucional de la democracia liberal, dos intereses irreconciliables han entrado en un tenso equilibrio. Por un lado, los gobiernos representan un mandato popular de origen y legitimidad democráticas; por otro, las fuerzas conservadoras y elitistas han encontrado en las instituciones no democráticas del Estado liberal —junto con su apéndice mediático— (como el poder judicial, las fuerzas de seguridad y otras instituciones “contramayoritarias”), el instrumento idóneo para frenar el alcance reformista de los gobiernos populares.
En consecuencia, las distintas ramas del Estado están ocupadas por sectores con orígenes distintos y con intereses muchas veces irreconciliables. El síntoma que todos los eventos referidos expresan es este, y la tarea de los gobiernos populares y las fuerzas democráticas será la de pensar las formas para democratizar al Estado en su conjunto.