En torno a la teología política universitaria

Columnas Plebeyas

Pido disculpas, señores, si las reflexiones que siguen profanan nuestra sacrosanta laicidad.

Hace unos días, en un raro ejercicio de democracia universitaria, un estudiante interpeló a un aspirante a la rectoría de nuestra máxima casa de estudios con una comparación entre el procedimiento de selección de los rectores en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y el de la designación de un papa. El joven sostenía que es más fácil saber con qué criterio se elige al representante en la tierra del dios de los católicos que al académico al frente de la comunidad universitaria.

Tal como nos enseñaron (aunque desde visiones no orientalistas podría pensarse diferente), la institución universitaria nace en el seno de la iglesia católica y es su heredera. Los albores de nuestra casa de estudios se ubican en el siglo XVI. Se objetará que la historia es larga y que ese pasado está perimido. Sin embargo, se trata de otra institución pública secularizada más, cuya teología política llegó la hora de abordar. (Recordemos a Schmitt: todos los conceptos de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados). Tal vez sería más preciso corregir el epíteto perimido para caracterizar ese pasado como reprimido. A continuación, esbozaré algunas pinceladas de ciertas resonancias entre el aparato político de la cristiandad y el de nuestra universidad:

  • El sínodo unamita se compone de 15 académicos que nombran al rector (desde Pablo VI son 120 los cardenales que eligen al papa). Elegidos en altas esferas, los a su vez electores son designados por poseer presuntamente una moral inobjetable y un saber superior al de las masas de feligreses o estudiantes y trabajadores de toda índole: docente, no docente e investigadora.
  • En cuanto a lo sagrado: es más fácil fotografiar la santa sede que el campus de la UNAM, pues este requiere permisos y recientemente alguien indicó que para el uso de la imagen de la torre de rectoría se necesita autorización. Asocié inmediatamente esta restricción con dos prohibiciones teológico-políticas: la de fotografiar bases militares y la de penetrar en la sancta sanctorum para cualquier mortal que no fuera el sumo sacerdote. (Hago votos por que no exista un recinto semejante en el campus).
  • Aunque la razón principal de ambas instituciones son sus amplísimas bases (feligresía o comunidad estudiantil y trabajadora), ostentan una estructura jerárquica que se pretende incuestionable. Claro que con el tiempo los discursos fueron diferenciándose y la universidad detenta desde hace décadas un objetivo democratizante ajeno al Vaticano.

Y sin embargo… En plena crisis de la institución eclesiástica que pretende universalidad, el cardenal Joseph Ratzinger tuvo la decencia de renunciar para dar lugar a otros aires, menos rígidos, más memoriosos de la razón de ser de la institución: la humildad inherente a lo humano.

Si bien con los años ambas instituciones cambiaron, las crisis de los nuevos tiempos, así como el lazo subterráneo teológico-político que las une, invita a auscultar las resonancias. Sería saludable que también la pequeña élite que decide los destinos de la institución de educación superior revise (además de “auscultar”) el tamaño de la crisis, porque toda la estructura cruje. Desde una honesta autocrítica, es preciso que la escuela se sensibilice materialmente con el padecimiento de las bases que la sostienen (pues son su razón de ser) y, lejos de proponer maquillajes de moda (ya dejen de querer usarnos, por favor, a las mujeres con fines gatopardistas), acepten, igual que los cardenales, que llegó el momento de #CambiarUNAMya.

Para concluir, pido permiso, señores, de ensayar una última analogía: así como Jorge Mario Bergoglio recorrió por años el camino entre el inframundo villero bonaerense y el supramundo vaticano; Imanol Ordorika, como estudiante, docente, investigador y funcionario, al transitar —durante más de tres décadas— los pasadizos entre el inframundo y el supramundo universitarios, muestra que es hora de escuchar para construir juntos la justicia.

Parafraseando —desviando con esperanza— la alegoría kafkiana: ante las puertas de la ley se encuentran cientos de miles de personas esperando tener cabida en ella. La buena nueva es que en esa trinchera de privilegios muchos nos cansamos de servir a los que impiden su legítima entrada y queremos abrirlas.

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