El siglo XXI ha dejado claro que los procesos nacionales no se pueden comprender sin reflexionar en torno al metabolismo internacional. Desde la caída del muro de Berlín, a pesar del discurso de aparente libertad democrática, el poder de los Estados Unidos comenzó a desarrollar, por todos los medios, una nueva globalización dirigida con misión y visión unilateral. Bajo el eufemismo de una economía “basada en reglas” hemos observado su sistemático rompimiento del espíritu democrático al ejercer el veto sobre cualquier voto colectivo que vaya en contra de sus intereses. Así, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) ha visto pasar por sus múltiples reuniones una gran cantidad de muy buenas argumentaciones en contra de la guerra, del genocidio, de la destrucción de la naturaleza, pero poco puede hacer cuando una de estas vías es esencial para la expansión económica del, llamémosle, Gran Elector.
Un caso reciente ha sido la negativa de reconocer al Estado palestino como medida de pacificación y detención urgente del genocidio que Israel está perpetrando en la región. Quiero hacer notar que no se trata de un problema religioso o ideológico, pues estos elementos sólo son una forma de ocultar el verdadero objetivo del expansionismo económico, especialmente cuando se ha encontrado frente a la emergencia de nuevos polos geopolíticos que abiertamente se le oponen.
La gran hipótesis es que este sistema antidemocrático global ha comenzado a generar constantes desafíos, uno de ellos es relocalizar sus estructuras productivas debido a la competencia con el gigante asiático, lo que ha llevado al nearshoring en nuestro país, pero también ha implicado la promoción de expresiones políticas de ultraderecha que han retado abiertamente las convenciones diplomáticas esenciales, como en el caso de Ecuador y su asalto a la embajada mexicana, o aquellos que deciden utilizar la violación de derechos humanos para resolver conflictos policiales, como en el caso de El Salvador.
Es verdad que nos encontramos en tiempos interregnos —como diría Álvaro García Linera— de transición entre lo viejo y lo nuevo, momento donde existen los monstruos o, quizás debiéramos decir, donde se revela el monstruo que siempre ha estado ahí. O mucho mejor: donde se devela que la comunidad mundial ha cambiado y ya encuentra monstruoso este modo de actuar. Estos ejemplos provenientes de la esfera geopolítica no son diferentes de los de la geoeconomía, es decir, toda la arquitectura internacional que controla el comercio, la producción y el crédito global. En instituciones como el Fondo Monetario Internacional o la Reserva Federal, el Gran Elector también cuenta con capacidad de veto.
El tránsito hacia la multipolaridad significa reconocer la base democrática como esencia para construir otras formas de convivencia internacional. En México, por ejemplo, hemos abrazado el humanismo mexicano como filosofía del nuevo modelo económico porque es necesario ejercer la libertad para definir el propio destino: un territorio soberano donde el Gran Elector no encuentre casillas para ejercer su poder de veto ni aquí ni en ningún lugar del planeta.