El poder judicial no es la justicia

Columnas Plebeyas

Hace unas semanas en este mismo espacio escribí que para ese momento el poder judicial en México todavía no desplegaba una abierta andanada en contra del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, tal como sí lo ha hecho en otros países de América Latina en contra de gobiernos progresistas. En Brasil, Argentina y Bolivia, al menos, ha sido común atestiguar diversas estrategias de lawfare o guerra jurídica, a partir de las que las élites judiciales se destapan como personeras de la oligarquía y de grupos de interés afectados; se vuelven abiertamente y de facto parte de la oposición política. Lo paradójico de esto es que el discurso que acompaña el papel militante de estos poderes judiciales es que sus decisiones, en este contexto, dicen ser en absoluto e irrestricto apego a la legalidad, a la observancia de las leyes fundamentales y los tratados internacionales (Norma Piña dixit) y en función de proteger una democracia supuestamente en riesgo, que se ve amenazada por los instintos autoritarios y la inminencia de una dictadura que sólo existe en sus fantasías.

Sin embargo, los más recientes acontecimientos que involucran al poder judicial en México me orillan a pensar que, ahora sí, este sector ha decidido quitarse la máscara y jugar en el equipo opositor. Tampoco es que antes sus decisiones fueran realmente autónomas y libres, separadas de los grupos de interés; la diferencia es que anteriormente su papel nunca fue contrariar o confrontar al régimen político en turno, sino —en las últimas tres décadas— justificar, respaldar y defender todas aquellas decisiones y reformas constitucionales propias del régimen neoliberal y de todos sus beneficiados. Pero actualmente la lista de amparos, liberaciones, suspensiones y demás fallos en favor de personajes ligados al crimen organizado y de exfuncionarios corruptos, como Rosario Robles, Christian Von Roehrich, Luis Cárdenas Palomino, Francisco Javier García Cabeza de Vaca, entre otros, así como la reciente invalidación por parte de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) de la primera parte del llamado plan B de la reforma electoral por “violaciones al proceso legislativo”, son muestras fehacientes de la palmaria descomposición del poder judicial. Y aunque no sea nuevo, este envilecimiento resulta más escandaloso e intolerable toda vez que desde finales del 2018 existe en México un régimen cuya premisa es la transformación de la vida pública, frente a la que este poder se ha empeñado en conservarse intacto.

El poder judicial, junto con la mayoría de los llamados organismos autónomos, como el Instituto Nacional Electoral (INE), el Instituto Nacional Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (Inai), la Comisión Federal de Competencia Económica (Cofece) o el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), han sido las instituciones que se han negado sistemáticamente a instaurar una política de austeridad y en cambio han interpuesto recursos para mantener los privilegios de sus altas burocracias. Amén, el Consejo de la Judicatura Federal (CJF) destaca por ser un espacio antidemocrático, en el que prevalece una lógica elitista y de nepotismo: mientras el salario mínimo promedio en el país es de 200 pesos diarios, más o menos, el salario diario neto de un ministro de la Suprema Corte es de 10 mil pesos aproximadamente, sin contar el resto de compensaciones, como su aguinaldo de más de 500 mil pesos y una pensión vitalicia.

Un poder que no rinde cuentas a la sociedad, que pretexta como indispensables sus remuneraciones obscenas para no corromperse, que sobrevive por y para un gremio, el de la abogacía, absolutamente alejado de la población más pobre y más víctima de las injusticias y que opera no al servicio de los intereses de la nación, sino de grupos de intereses creados, resulta un lastre para el proceso de cambio en la vida pública de México. Y su abierta misión opositora se convierte en un riesgo, ese sí, para la consolidación de la democracia popular, no cupular, en nuestro país.

Que no se confunda ni se olvide: el poder judicial no es la justicia.

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