Llevo días intentando escribir esta historia, pero no puede salir. Está ahí, atorada en las yemas de mis dedos y no se deja escribir. Hice de todo para que saliera, no crean que me quedé inerte: me lavé las manos con agua y jabón; dejé de lavarlas durante días; levanté objetos pesados fingiendo que no me interesaba más; toqué el piano sin saber tocar; acaricié un gato color naranja; me llené los bolsos de los pantalones de canicas de vidrio de muchos colores y fui a lanzarlas en un parque; junté las puntas de mis dedos como hacía un psicoanalista judío argentino cada vez que yo le contaba un sueño; me corté las uñas para que no hicieran ruido en el teclado.
Nada funcionó.
Entonces renuncié a escribir.
Hice otras cosas, vi una película muy divertida con Johnny Depp y Gwyneth Paltrow, y después de días finalmente me olvidé de esta historia.
Y como siempre pasa, justo cuando piensas que la historia se fue, ella volvió y se dejó escribir.
No es una historia particularmente bonita, me la contó un monje tibetano una vez que estaba haciendo un viaje de estudio en Roma. Nos conocimos en el jardín de los naranjos, un jardincito hermoso donde me gusta ir a ver el panorama de mi ciudad cada vez que vuelvo a mi tierra.
El monje acababa de ver San Pietro, el Coliseo, el Circo Massimo, y le parecía tan bonita la ciudad que casi se le había olvidado la razón de su viaje.
Así, frente al río Tíber y a los monumentos de la ciudad, en la terraza del jardín de los naranjos me contó una historia que ahora finalmente mis dedos decidieron compartir con ustedes.
En un pueblo en medio del bosque, en las lejanas montañas del Tíbet, un hombre había perdido su hacha y empezó a sospechar del hijo de su vecino. El joven caminaba como un ladrón, tenía el aspecto de un ladrón e incluso cuando hablaba, hablaba como lo hacen los ladrones. Así que el hombre no tenía dudas al respecto. Tenía que ser él. Estaba a punto de ir con un bastón a darle una lección al joven, cuando encontró su hacha mientras layaba en el campo.
Sintió vergüenza por haber culpado al joven inocente, pero a la vez alegría por haber evitado un error más grande y sobre todo por haber encontrado su preciada hacha. Y la primera vez que volvió a ver al hijo de su vecino, el joven caminaba, tenía el aspecto y hablaba como cualquier otro joven.
Cuando acabó su historia, el monje tibetano me pidió que le tomara una foto con el panorama, y se fue.
Yo me quedé pensando en la moraleja y me pareció entenderla.
Sin embargo, cuando intentaba escribir la historia, ella se rehusaba a dejarse contar. Hasta el día de hoy, que había olvidado que quería contarla.
(Si me preguntan qué iba a estudiar el monje tibetano en la ciudad de Roma es porque no se han concentrado en la enseñanza de su historia y pues no tienen mucho remedio).