La reciente reforma al poder judicial en México ha marcado un punto de inflexión clave: el fin de la última línea de defensa del modelo neoliberal.
Este modelo, a lo largo de los años, ha permitido variaciones políticas superficiales, como la alternancia de partidos, pero ha exigido la continuidad de una estructura económica inamovible. Parte de su fortaleza radica en la noción de autonomía judicial, un concepto que, bajo esta visión, no es neutral, sino que ha sido instrumentalizado para proteger los intereses económicos que el neoliberalismo exige.
Los llamados “guardianes de la constitución” se han convertido, en realidad, en custodios del modelo económico neoliberal. Bajo su criterio, principios como la libertad de mercado, que es un concepto cuestionable en su definición y alcance, han sido elevados a estatus de derechos humanos. Así, cualquier intento de modificar el modelo económico desde una intervención estatal encuentra su primera barrera en estos principios. Aquí surge un problema crucial: muchos abogados y jueces no comprenden que el debate no es exclusivamente constitucional; es necesario incorporar una visión histórica desde la teoría económica y política.
Los opositores a la reforma apelan al poder constituyente originario, afirmando que tal establece límites infranqueables y que el poder judicial debe mantenerse como guardián supremo, incluso por encima de los poderes ejecutivo y legislativo. Pero jamás mencionan todas las veces que la constitución fue modificada para permitir la entrega de activos y procesos del Estado a intereses privados.
Por ello, la reforma judicial, lejos de ser un ataque a la independencia de este poder, busca su democratización. No sólo por prácticas reprobables como el nepotismo o la corrupción, sino porque la reorganización es esencial para garantizar una verdadera división de poderes, donde los tres poderes del Estado se alineen en condiciones de igualdad. ¿Cómo se logra esto? Otorgando legitimidad democrática al poder judicial, en lugar de depender de poderes fácticos ocultos, de espaldas al pueblo.
Un proceso de democratización judicial no contradice en modo alguno el espíritu democrático popular que impregna nuestra constitución; antes bien, se trata de la recuperación del poder popular en el ejercicio de la soberanía. Especialmente después de la reciente experiencia sexenal, cuando la pretendida autonomía absoluta se utilizó para frenar las acciones legítimas del poder ejecutivo.
Detrás de esta resistencia encontramos el fetichismo de las instituciones. Pareciera que la realidad institucional es intocable, que sus principios no pueden ser transformados, y que cualquier cambio es una amenaza a una supuesta esencia inmutable. Este es el núcleo del pensamiento conservador: la creencia de que existen elementos que no pueden alterarse. Frente a esto, el pensamiento transformador sostiene que la soberanía tiene la capacidad de reinventarse estructuralmente y lo puede hacer institucionalmente, sin recurrir a la violencia.
Hoy, la burocracia del poder judicial parece estar en insurrección frente a los cambios políticos impulsados por la soberanía popular. Creen que pueden seguir dictando el rumbo, delimitando los márgenes en los que debe moverse el resto de la sociedad. Esta postura es la más conservadora y retrógrada posible, y es el símbolo más claro de que los cambios en el poder judicial no sólo son necesarios, sino urgentes.