El otro día me llegó un paquete de algo que había pedido. Le dije a mi hijo: “Mira, hijo, lo que está en este paquete va a cambiar nuestras vidas”. Y sí, me gusta hablar con hipérboles, pero una parte de mí deseaba que fuera cierto.
Total que abrí el paquete con cierta emoción y empecé a montar el pequeño objeto blanco y amarillo en su interior. El objeto en cuestión era una impresora de fotos portátil.
Llevaba tiempo queriendo comprar una maquinita de esas porque me había dado cuenta de que ya no tengo casi fotos impresas en mi casa, mientras en mi adolescencia, juventud, primera madurez (¡madurez!, ¡ja, qué exageración!) tenía la casa llena de ellas.
¿Se han fijado en que ya tenemos nuestros recuerdos en formato digital pero no en físico? Seguro se han fijado. Todo está almacenado en máquinas sujetas a obsolescencia muy rápida y no tenemos ya objetos de la memoria, como las fotos, en nuestras manos. Hablaba de ello hace tiempo con mi amigo Everardo, que estaba muy preocupado. Y esa preocupación, por qué no, la hice mía.
Pero el punto era otro. Se los voy a exponer. El punto era que después de varios intentos fracasados para hacer comunicarse la pequeña impresora de foto portátil con mi aparato celular, finalmente logré imprimir una primera foto. Por supuesto una bonita foto de las vacaciones con mi hijo.
La sorpresa fue que la calidad era muy baja. Mucho más baja que la de las fotos que tengo de los años 90, infinitamente más baja que la calidad de las foto de mis padres de los años 60. Esto sí que me hizo pensar. Hemos perdido calidad. Hemos perdido precisión. La imágenes aumentan, nos rebasan, pero están fuera de foco, son imprecisas y se nos van de las manos. ¿Esto es mejor? Non lo so.
Y se me ocurrió una historia que me contó una vez un fotógrafo ruso durante la cobertura periodística de una desesperantemente interminable carrera de caracoles en el Norfolk. Si les place, la voy a compartir con ustedes.
Había una vez un sacerdote que coleccionaba pecados. Desde muy joven se apasionó por los que le contaban en el secreto del confesional los feligreses de su pequeña iglesia de provincia en los montes Pirineos.
Amaba coleccionar los pecados, pero sobre todo amaba los recuerdos de las personas. Prefería los recuerdos antiguos, repetidos, con todas sus variantes. A la noche, cuando regresaba a su celda, tomaba apuntes y escribía las historias con abundancia de detalles.
Con el paso del tiempo, su colección se volvió enciclopédica. La dimensión de los apuntes rebasaba los diez tomos y la variedad de los pecados representaba un compendio del ánimo humano. El sacerdote envejeció cuidando su colección, mas los años que dios le concedió llegaron con la pérdida gradual pero inexorable de la conciencia. En los últimos días de su vida estaba sumergido en recuerdos ajenos, de pecados, de historias, pero no era capaz de descifrarlos. No tenían ningún sentido, eran como palabras en otro idioma.
En un rapto de incertidumbre, prendió fuego a su colección y en el incendio ardió también el cura. Los fragmentos de los pecados se perdieron para siempre.
(Si me preguntan a mí, no entiendo de fotos ni de pecados, pero creo que no hay forma de evitar que la vida se nos vaya de las manos).