El basurero de su histeria

Columnas Plebeyas

Y digo que el que se presta
para peón del veneno,
es doble tonto y no quiero
ser bailarín de su fiesta.

Silvio Rodríguez.

Tras una impresión psíquica relevante suele acrecentarse en el sistema nervioso algo a lo que Sigmund Freud denominó como “suma de excitación”. Posteriormente, surge una inclinación natural por aminorar esa efervescencia y es eso a lo que llamamos “reacción”. Cuanto más grande sea la conmoción, mayor será la respuesta. Hughlings Jackson escribió que el primer hombre que en lugar de disparar una flecha al enemigo le lanzó un insulto fue el fundador de la civilización.  La palabra hace sus veces de sustituto de la acción, por lo que en cada reacción adecuada se oculta una menos conveniente. Sin embargo, el sujeto histérico, impedido de aminorar la carga, conservará el afecto original, corriendo el riesgo de que el suceso en cuestión se alce a la categoría del trauma y sea repetido compulsivamente.

En el campo de lo político, la “reacción” es entendida como una búsqueda de retornar al pasado, y en el origen del término es aquello que se opone a la revolución intentando conservar las viejas formas. La reacción eclosiona tras un cambio y orienta la suma de sus fuerzas en hacer frente a la transformación social, dando lugar a la batalla ideológica del conservadurismo versus el progresismo. 

Luego de 36 años de neoliberalismo en México, con el triunfo de Andrés Manuel López Obrador nació una nueva oposición que parece encarnar exactamente algunas de las definiciones anteriores. Bajo ese orden de ideas parece lícito e incluso comprensible que la oposición mexicana no sólo padezca de una penosa nostalgia por el antiguo régimen, sino que además pretenda revestir su historia con valores que nunca llevó a la práctica. Nuestra oposición tiene poca capacidad de respuesta en virtud de su pasado fallido, la ausencia de un eje programático y su falta de líderes. Sus recursos, lógicamente, son limitados; la calumnia, la descalificación y el insulto son por mucho sus más evidentes reacciones.

Si bien el insulto parece ofrecernos una vía civilizatoria —incluso deseable— por cuanto de renuncia a la dominación y a la fuerza física posee, en el debate político alarma y parece más bien retrógrada. Cinco siglos antes de Cristo, la retórica clásica acuñó el término de argumento ad hominem para referirse a la descalificación personal. Por otro lado, Marco Tulio Cicerón consideró que estos arrebatos verborreicos de la pasión eran inadmisibles en la discusión política, que debe sostenerse exclusivamente en construcciones lógicas y no falaces. Inadmisibles, insisto, porque debajo del ejercicio político y sus normas se encuentran en juego relaciones de poder de cuyo equilibrio depende el bien común. 

Cuando me pregunto qué ofrece el retorno de la oposición al poder, qué es eso que groseramente la reacción se esfuerza por conservar o cuáles fueron los hitos de los más recientes regímenes mexicanos, instantáneamente me vienen dos palabras a la mente: violencia y despojo. Después de todo, no parece tan extraño que el insulto sea el rasgo más distintivo de su discurso y el signo inequívoco de su derrota moral y política. 

No debe ofendernos su clasismo, qué importa si somos patarrajadas, indios y pinches nacos, el verdadero problema yace en la excitación velada que vive en su lengua disfrazada de palabras y más todavía en su potencial de acción. A George Steiner se le ocurrió que existe un antilenguaje capaz de aniquilar la razón y el sentido, tal como algunos físicos afirman que ocurre al encuentro de la materia con su oscuro reverso. Toda relación dista de ser armónica, la diferencia supone conflicto, pero la política debe ser la flecha del hombre civilizado y no el basurero de su histeria.

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