Desglobalización y política industrial

Columnas Plebeyas

Hasta hace algunos años hubiera sido impensable el debate político que se cocina actualmente en los Estados Unidos, nación que consolidó su posición como la superpotencia de occidente al promover la globalización y el libre comercio. La receta globalista se impuso sobre todo a los denominados países en desarrollo de América Latina y Asia con la promesa de que el borrado de fronteras los liberaría de las cadenas de la ineficiencia. Los principios de la globalización, aplicados a todo excepto al trabajo, también le dieron forma a la política económica doméstica, incluyendo la retracción de los Estados de la inversión en sectores estratégicos. Por eso es digno de atención que hoy en Washington parece haber una carrera en el sentido opuesto: hacia la protección de la industria nacional y priorizando objetivos de seguridad y soberanía.

La crisis provocada por el covid-19 aceleró un cambio en las prioridades de los gobiernos, que había comenzado ya desde la crisis financiera de 2008. Finalmente, la invasión rusa en Ucrania en 2022 confirmó este viraje: la globalización colocó a las naciones en posiciones de vulnerabilidad, comprometiendo la estabilidad de las economías y las sociedades. Desde entonces, diversas son las expresiones de la llamada desglobalización. La Unión Europea ha implementado impuestos verdes para las importaciones intensivas en carbón y los Estados Unidos otorgan cada vez mayores incentivos fiscales para favorecer la localización de la producción dentro del país. En todo el mundo se reconoce cada vez más el valor de las industrias nacionales, mientras que los principales países productores de manufacturas han comenzado un proceso de diversificación de proveedores de bienes intermedios, buscando hacer las cadenas de suministro menos dependientes de unos cuantos jugadores.

Algunos han interpretado estos cambios como una señal positiva para los países que menos se beneficiaron de la globalización, lo cual no es necesariamente cierto. Primero porque el proceso de reorganización no implica otro de aislamiento; por el contrario, estamos en presencia de unos nuevos patrones de comercio e integración que son dependientes de los arreglos preexistentes. Y segundo porque este reacomodo requerirá de acciones efectivas por parte de los gobiernos nacionales para organizar estos procesos de ajuste.

En el caso de México, la manufactura podría verse favorecida por las intenciones de Estados Unidos de relocalizar parte de su cadena de producción. Para la industria automotriz, su gradual transición a la electricidad como fuente principal de poder hace cada vez más estratégica la disponibilidad y potencial explotación de recursos, como el litio, que debería favorecer a los territorios que dispongan de dichos materiales. Además, la relocalización de actividades implica una mayor demanda de trabajo, posiblemente de alta calificación, lo cual puede beneficiar a las localidades receptoras.

Muchos cuestionaron por años las motivaciones y las consecuencias de la globalización sin límites, destacando sus efectos sobre la desigualdad y la concentración de la riqueza. Sin embargo, es de destacar que la actitud de las clases gobernantes hacia la globalización sólo cambió por la amenaza al sistema capitalista mismo. Es cierto que en la reconfiguración de la globalización existen oportunidades para el beneficio de los pueblos y los trabajadores, pero estas sólo podrán realizarse con esfuerzos decididos de política doméstica.

Llegó a volverse un cliché decir que necesitamos de una política industrial activa. Pero el desmantelamiento de esta política durante los últimos 30 años hace indispensable una nueva política industrial que haga frente a la reorganización de la producción y el comercio que estamos presenciando, y que se disponga a considerar no sólo los beneficios económicos, sino las condiciones de las localidades, la protección al trabajo y los costos medioambientales.

Es eso o conformarnos con ser los globalistas trasnochados de nuestro tiempo.

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