La diferencia que existe entre el reformismo y la revolución no es una cuestión de grado o de caminos alternativos hacia un mismo lugar, sino la de un profundo asunto cualitativo, un trastrocamiento en la forma en la que se distribuye el excedente económico, pero también en cómo se construye el poder político y cultural. De esta manera, el reformismo representaría una administración “benevolente”, que admite pequeños cambios para mantener la estabilidad de la sociedad en cuestión, sin pretender cambiar o superar las relaciones de dominio enraizadas sobre las clases subalternas. En contraste, la revolución implica siempre poner a debate los privilegios de las élites con el objetivo de agitar a las fuerzas sociales que puedan empujar al país a un nuevo momento, a una modificación estructural en la que no sólo se atenúe el poder dominante, sino que se impugne el derecho de cualquiera a pasar por encima de los demás.
Este último es el caso de la cuarta transformación en su primera fase sexenal, el lema: “Por el bien de todos, primero los pobres” se convirtió en el principio económico que apuntala los cambios en el país. Para contrastar, el periodo neoliberal se construyó bajo un modelo de desigualdad estructural con supremacía de mercado, administrado por una élite con pensamiento entreguista. En el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador comenzó el modelo del humanismo mexicano, en el que se invierte la relación y se pone al centro a la sociedad humana; además, no sólo como un estar (susceptible de cosificación), sino como un ser. Este giro es el meollo de la revolución pacífica que impulsa el humanismo obradorista.
El nuevo modelo implicó la siguiente estrategia: garantizar la estabilidad macroeconómica, recuperar la capacidad de planificación del Estado, reconstruir la infraestructura de comunicación productiva, impulsar los intereses del sector social de la economía bajo un entorno de bienestar, construir una moneda fuerte frente al exterior. Pero todos estos elementos —no debe olvidarse— son apenas las bases para la reconstrucción posneoliberal.
Al respecto, el proceso de la revolución de las conciencias ha resultado esencial, pues la ideología del mercado penetró en casi todos los aspectos de la vida, el egoísmo y la competencia fueron entronizados. Será necesario ahora pasar a la revolución de las prácticas sociales, en las que se ejerciten los principios de solidaridad, colaboración y cooperación como pilares esenciales para la democratización económica.
No sólo se trata de crecer, sino de establecer objetivos y estrategias alternativas de desarrollo. La revolución actual consiste en restituir el interés colectivo como origen y sentido de la acción del Estado, para romper, por fin, con los atavismos de la corrupción neocolonial. Esto inaugura una batalla nítida contra los poderes fácticos organizados en oligopolios; no es cosa fácil, pero se trata ya de los prolegómenos de la revolución económica de México.