Un profundo silencio se extendió tras la independencia nacional. Ciento treinta y dos años transcurrieron desde entonces y hasta que las mujeres mexicanas tuvieron la oportunidad de ejercer su derecho al sufragio en una elección federal. Hoy, 70 años después —poco más de la mitad del tiempo que nos llevó conquistar ese derecho— nuestro país se encuentra en el umbral de una nueva era: la presidencia a cargo de una mujer. Conviene recapitular el camino recorrido.
La reforma legal de 1953, fruto de la lucha sufragista, marcó un logro dual: no sólo otorgaba a las mujeres el derecho al voto, sino que también les abría las puertas para ocupar cargos de elección popular. Si bien el sufragio era un paso crucial hacia la igualdad, algunos lo veían como un logro simbólico si no se acompañaba de la posibilidad real de participación en la política en forma. De nada servía lo uno sin lo otro. Fue necesario esperar todo un año para ver llegar a la primera diputada federal, una década para presenciar a la primera senadora y más de dos para que la primera gobernadora fuera electa. Las manecillas del reloj avanzaban sin prisa.
Desde entonces, la participación política de las mujeres en México en puestos de elección popular se mantuvo en rangos mínimos. En 1990, por ejemplo, apenas un 8.2% de las legisladoras a nivel federal eran mujeres.
Así fue como a inicios de la década de 1990 comenzamos a reflexionar sobre la pertinencia de implementar cuotas de género: una forma de acción positiva destinada a garantizar la plena integración de mujeres en puestos clave; un esfuerzo por equilibrar la participación de géneros en los órganos de toma de decisiones. El camino de las cuotas atravesó, en términos generales, cuatro etapas. En primer lugar, en 1996, se gestó la reforma al Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales para señalar que las candidaturas a diputados y senadores no podían exceder el 70 por ciento de un mismo género. La segunda etapa, en 2008, redujo el porcentaje al 60 por ciento. La tercera etapa, en 2014, trajo consigo una reforma constitucional que elevó el porcentaje al 50 por ciento en el congreso federal y en los locales. La famosa paridad. La cuarta y última etapa, en 2019, consolidó el principio de paridad en todos los poderes públicos y niveles de gobierno. Paridad en todo.
El aterrizaje de las cuotas de género en el escenario político mexicano fue todo menos terso. Todo tipo de barreras se alzaron en su contra: desde la preocupación de que con ellas se pudiera estigmatizar a las mujeres, al percibirlas como ayuda artificial, hasta el debate sobre cuándo y cómo evaluar su eficacia y cuándo dejar de considerarlas necesarias. Se esgrimieron también argumentos en favor de garantizar la igualdad de oportunidades para las mujeres en lugar de asegurar artificialmente su participación. También surgieron voces que denunciaron la posibilidad de discriminación inversa contra los hombres. El embate más contundente fue el que sostenía que las cuotas interferían con el principio de meritocracia y la capacidad de seleccionar a las personas más idóneas para un cargo.
Hoy, derrotados aquellos escépticos embates, diez de las 32 entidades federativas en México son gobernadas por mujeres y el 50 por ciento de ellas conforman la Cámara de Diputados, el Senado y las secretarías de Estado a nivel federal. Por si fuera poco, sin mayores aspavientos y sin necesidad de cuotas artificiales de representación para ello, hoy estamos listos para ser gobernados por una mujer presidenta. Si bien en el pasado hemos visto contender a siete mujeres por tan preciada posición, es esta la primera ocasión en que la posibilidad de triunfo es genuina; una de ellas ronda un 44 por ciento de la preferencia electoral, mientras que la otra coquetea con el 12.
Con esta historia por detrás, la llegada de una mujer a la presidencia de México significa mucho. Sobre todo, el arribo de una mujer de izquierda que simbolice lo que nuestras predecesoras feministas —tal como el Frente Único Pro-Derechos de la Mujer de 1935— defendieron desde los albores de su lucha: distribución de la riqueza, sistemas de cuidados, protección laboral y derechos de la clase obrera. Los derechos de las mayorías. La contienda final entre dos mujeres en la carrera presidencial permitirá evaluar de manera transparente los proyectos de nación que representan. Por un lado, el feminismo corporativo, burgués e individualista. Por otro, el feminismo popular, que reconoce que la libertad y la soberanía colectiva no nacen de la simple enunciación de derechos positivos, sino de la emancipación que se logra a través del bienestar social. Será sencillo distinguirlos.