Una de mis obsesiones más personales es el conflicto. O más bien, su necesidad. Es algo que no he definido del todo, pero que ha ido tomando forma en mi mente con el curso de los años. La premisa es, más o menos, la siguiente: el conflicto es una necesidad cultural del ser humano. Hay un estímulo involuntario que nos empuja hacia el desacuerdo y, de cierta forma, hacia la enemistad. Con esto no quiero decir que tenemos ganas de darle una cachetada a la primera persona que se cruza en nuestro camino (aunque bien pudiera), pero sí que desde una tierna edad estamos arrojados, más por instinto que por premeditación, al conflicto.
De otra forma me cuesta explicar la cantidad y frecuencia de historias sobre rivalidades familiares, peleas de pareja, discusiones con desconocidos en redes sociales e incluso de conflictos armados entre naciones. Algo poderoso debe movernos hacia el enfrentamiento, me digo. ¿Será el aburrimiento? No parece suficiente (y además me resulta terriblemente macabro aceptar que las guerras mundiales sean producto del tedio de los hombres). De cualquier forma, ese algo es el responsable de otro fenómeno muy común: tan pronto dos personas conviven en el mismo espacio por cierto tiempo los problemas empiezan a aflorar. “Se la llevan muy bien desde que no se dirigen la palabra”, me decía mi vecino para resumir la relación de la mayoría de sus viejos amigos en los últimos años. Incluso cuando voy en bicicleta, cada tarde, camino a casa, me encuentro sosteniendo discusiones imaginarias con las veinte personas que componen mi universo íntimo. ¿Será un “defecto de fábrica”? ¿Será la disfuncionalidad nuestro signo distintivo?
Por supuesto no soy el primer ni seré el último en abocarme a la cuestión del conflicto. Ya muchxs han hablado de esto. Para Montaigne, por ejemplo, la guerra y la paz eran la expresión de dos tendencias naturales en la mente humana: 1) tendencia a la destrucción y la crueldad, 2) tendencia a la afección y la compasión. Pareciera muy simple y sospechosamente dualístico para dar cuenta de las complejidades de nuestras acciones (a menos que no seamos tan complejos como pensamos, lo cual también es plausible). ¿Somos entonces incompatibles con el vínculo social?, ¿estamos condenados a vivir como perros y gatos por el resto de nuestros días? Eso tampoco parece satisfactorio.
¿Qué diría la filosofía al respecto? —suelo acudir al puñado de ideas que conozco cuando me hago semejantes preguntas. Probablemente diría que no venimos averiados, que nacemos “buenos”, que todo se puede “deconstruir”; que cualquier conducta, por más arraigada que parezca, es una “construcción cultural” como lo afirma Judith Butler; e incluso que somos “animales de costumbres” como reza la sabiduría popular. Cualquier cantidad de dictámenes optimistas para aliviar el espectro de la incertidumbre. Sea como sea, es evidente que generaciones y generaciones de criaturas antes de nosotros vienen repitiendo los mismos rituales de conflicto, agresión y disputa en sociedad.
Todo esto me lleva a una impresión que puede sonar a evidencia, y es que la pregunta por el conflicto es también la pregunta por la soledad. ¿Qué tanta soledad necesitamos, qué tanta somos capaces de aguantar? Supongo que son las contra-preguntas de la compañía: ¿qué tanto conflicto queremos o podemos mantener en nuestras vidas? Evoca El lobo estepario, novela de Hermann Hesse, que somos como los lobos de las estepas rocosas que tienden a la soledad pero no pueden vivir lejos de la manada, del clan, pues funcionan mejor en grupo y bajo las dinámicas de la cooperación. Sirviéndose de la mitología griega, Freud define esta constante tensión bajo las figuras de Eros y Tánatos, las cuales encuentran sus contrapartes hinduistas en Brahma y Shiva, deidades de la creación y la destrucción respectivamente.
—En realidad yo creo que no buscamos el conflicto, sino el efecto liberador de la resolución.
Eso dijo una amistad ante mi excéntrica teoría y hasta ahora ha sido la contestación más provechosa, pues también responde a varias de las inconsistencias que acabo de plantear en esta deriva: el conflicto nos saca del aburrimiento, nos empuja a dar batallas sin sentido (o cuyo sentido sólo es claro para nosotros), nos confronta al mundo y sobre todo a ese maldito yo, como decía Ciorán. Así pues, la conflictividad en el fondo no es incompatible con los vínculos sociales; es más, puede que sea un puente, un umbral a través del cual pasan las diferencias para dialogar entre ellas (o no), para llegar a esa catarsis liberadora (o no).
Y en todo caso ser consciente de ello quizás trastoque algo y haga una pequeña gran diferencia.