Entre las décadas de 1960 y 1980, el Estado mexicano implementó una serie de estrategias contrainsurgentes dirigidas a silenciar y limitar el accionar de los movimientos políticos y sociales. Estas medidas implicaron prácticas violentas de magnitud y naturaleza inédita. Sin embargo, las violaciones a los derechos humanos cometidos en ese periodo se organizan narrativamente detrás de una categoría bastante inexacta: la noción de “Guerra Sucia”.
Esta categoría alude a un enfrentamiento entre dos fuerzas equiparables y supone que las guerrillas y movimientos políticos de la época estuvieron en condiciones de igualdad con respecto al Estado. Ligada a los discursos castrenses del Cono Sur, la narrativa sobre la Guerra Sucia en México se hermana con la teoría de los dos demonios, que sostiene que la violencia de Estado contra esos movimientos pudo llegar a ciertos “excesos” y ocasionar algunos daños colaterales, como la muerte y la desaparición.
El 23 de septiembre, David Fernández, comisionado del Mecanismo para la Verdad y el Esclarecimiento Histórico, de forma pertinente y a propósito del reconocimiento de las violencias cometidas en el Campo Militar No. 1, señaló que ya es hora de dejar de lado la teoría de los dos demonios y la narrativa de esta Guerra Sucia para pasar a explicar los hechos en el marco del terrorismo de Estado.
El terrorismo de Estado es un concepto histórico nacido al calor de la lucha política de las organizaciones de derechos humanos y de familiares de desaparecidos de toda América Latina. Rosario Ibarra de Piedra lo denunció tempranamente a raíz del secuestro y desaparición de su hijo y de centenares de militantes y opositores al gobierno autoritario. Lo hizo incluso junto a otros organismos sudamericanos, en el marco de la Federación Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos-Desaparecidos (Fedefam), espacio internacional en el que se trató de develar la lógica siniestra del gobierno mexicano. De acuerdo con ella, el terrorismo del Estado consistía en desaparecer a las personas y en negarlo sistemáticamente, detrás de un discurso conciliador y democrático.
Hablar de terrorismo de Estado implica identificar las prácticas clandestinas que funcionarios y militares pusieron a disposición de un plan de aniquilamiento. Estas acciones estuvieron ligadas a otros usos “legalizados” de la violencia, como por ejemplo la prisión política. El Campo Militar No. 1 fue uno de los espacios clandestinos en los que funcionó esa violencia negada. Escuchar a las personas que allí fueron detenidas sin proceso, que vivieron la tortura y que llegaron a ver por última vez a muchas víctimas de la desaparición forzada, permite descartar la hipótesis de una guerra, pues el Estado usó indiscriminadamente su fuerza sin respetar límites, derechos y garantías.
El lenguaje no es neutral. Con él abrimos marcos de memoria y de entendimiento. Nos enfrentamos, entonces, a un desafío. La noción de “Guerra Sucia” circula cotidianamente y funciona con muchos sentidos implícitos, ocluyendo la total responsabilidad del Estado en el ejercicio de esa violencia. Por eso, atender este llamado parece urgente: ya no nombrar como “enfrentamiento” aquello que fue terrorismo de Estado.