Desde chicas, en su mayoría las mujeres se encargan de los trabajos de cuidados, sin valoración, reconocimiento o remuneración económica. Ni la sociedad ni las propias mujeres los llaman trabajo, aunque conforman más del 24 por ciento del producto interno bruto nacional y en buena medida sostienen el trabajo productivo pagado fuera del hogar.
En México, como en muchos otros países, la división sexual del trabajo consiste en asignar roles estereotipados al funcionamiento de la sociedad, donde todo lo relacionado con el espacio privado le concierne a las mujeres y todo lo relacionado con el espacio público le concierne a los varones.
Por ejemplo, se parte de la idea de que los rasgos inherentes de las mujeres son la bondad, la dulzura, la paciencia, el amor o la prudencia; y al hombre le compete todo lo social, lo público y productivo, frutos del raciocinio, la inteligencia, la valentía y la fortaleza. Así es como se nos asigna un espacio de acción, interacción y de tareas específicas. Las mujeres, al estar designadas al espacio privado, se encargan de la crianza y el cuidado; los hombres, al designarles el espacio público, se encargan de la organización social, los liderazgos y la gobernanza.
Este esquema de organización social requiere una serie de mecanismo de entrenamiento para los hombres y las mujeres, activados desde que nacemos. Más allá de las diferencias biológicas propias de cada sexo, la sociedad nos entrena para ser los hombres y para ser las mujeres que convengan al orden social y al capital. Esta forma de organizarnos ha colocado a las mujeres en una posición de desventaja frente a los hombres, las ha llevado, en su conjunto, a situaciones de abuso, carencia, injusticia y precariedad. En esta lógica, la pobreza está feminizada, ya que la tenencia de la tierra, la propiedad privada, la riqueza y la dirigencia son asuntos, en su mayoría, de varones.
Todo ello nos obliga a replantearnos nuevas formas de organización social, es urgente pensarnos como sociedades más igualitarias, construir mecanismo de justicia y diseñar políticas públicas necesarias para resarcir las condiciones de desigualdad y vulnerabilidad en la que viven muchas personas. Como, claro, las mujeres.
Se anunció recién una propuesta para crear un apoyo económico para las mujeres de 60 a 64 años para apoyar a aquellas que no cuentan con pensión universal, además de que pudieran no haber accedido a remuneración económica alguna por sus condiciones de vida.
Hay quienes, ante esto, cuestionan por qué mujeres o por qué “regalar” dinero. Atender la pobreza de las mujeres es responder a una deuda histórica, reconocer el trabajo de cuidados y doméstico que han realizado miles de ellas por años. Además de recalcar que los programas sociales son mecanismos del Estado para brindar mayor equidad y mejorar las condiciones de vida de los grupos más vulnerados, como en este caso las mujeres adultas mayores dedicadas al cuidado y el hogar.