La inédita resistencia del poder judicial a una reforma constitucional propuesta por el ejecutivo y aprobada por el legislativo pretende ocasionar una crisis constitucional. Pero no es el derecho: es la derecha lo que está en crisis.
Cuando Andrés Manuel López Obrador hablaba de la cuarta transformación de la vida pública de México a muchos les parecía exagerado. Hoy que su partido, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) ha ganado democráticamente la mayoría constitucional, quizá su percepción haya cambiado.
Y es que la principal razón del fracaso electoral de la oposición fue que no se insertó explícitamente en ninguna tradición política.
Esta crisis de identidad histórica vuelve a manifestarse con ocasión de la reforma al poder judicial.
El ahora expresidente López Obrador ya lo ha dicho: “Quieren actuar como el supremo poder conservador”.
El exmandatario ha sido reiterativo en este punto porque el primer descarrilamiento de nuestro régimen constitucional ocurrió en 1836, cuando suprimiendo la constitución de 1824 se impusieron mediante un golpe de Estado las llamadas siete leyes.
Inspiradas en el pensamiento monárquico, estas leyes disponían la existencia de un supremo poder conservador, compuesto por cinco individuos que se colocarían por encima de los tres poderes constitucionales, rompiendo el pacto federal y provocando, entre otras cosas, la independencia de Texas.
La tentativa monárquica siguió sembrando semillas de discordia que dieron muchos problemas a la marcha de la república en las décadas siguientes, con un elevadísimo costo político, económico y de pérdida de territorio.
No olvidemos el golpe monarquista de Mariano Paredes y Arrillaga en plena guerra contra Estados Unidos.
En otro momento, el 5 de febrero de 1857, al jurarse la constitución más vanguardista de su tiempo, el Congreso hizo publicar un manifiesto en el que declaró expresamente que: “El Congreso proclamó altamente el dogma de la soberanía del pueblo, y quiso que todo el sistema constitucional fuese consecuencia lógica de esta verdad luminosa e incontrovertible. Todos los poderes se derivan del pueblo. El pueblo se gobierna por el pueblo. El pueblo legisla. Al pueblo corresponde reformar, variar sus instituciones… En México no habrá quien ejerza autoridad sino por el voto, por la confianza, por el consentimiento explícito del pueblo”.
Diez años más tarde, el gobierno de Benito Juárez invitó a la nación a pronunciarse sobre una serie de reformas a la constitución. Sebastián Lerdo de Tejada elaboró una circular con la que envió dicha convocatoria a los gobernadores, y en la que fue todavía más allá:
“…La libre voluntad de la mayoría del pueblo es superior á toda constitución. Si la misma Constitución reconoce, como no podía menos de reconocer, que la libre voluntad del pueblo puede siempre cambiar esencialmente aun la forma de su gobierno, sería un absurdo que algunos afectasen (mostrasen) tanto celo por no modificar en nada la Constitución, que pretendieran negar al pueblo el derecho de autorizar al próximo Congreso para que sobre algunos puntos determinados pueda reformarla”.
Esta es la tradición liberal, constitucional, democrática a la que se adscribe explícitamente el movimiento obradorista de la cuarta transformación. Puede decirlo abiertamente y haría mal en callarlo.
No existe, pues, ninguna crisis constitucional con relación a la reforma al poder judicial propuesta por el ejecutivo y aprobada por el Congreso; lo que existe es una crisis de identidad histórica en la derecha mexicana.
Crisis que seguirá repitiéndose mientras no se decida a definirse históricamente, ya sea como lo que, consciente o inconscientemente, ha decidido ser: un paladín del pensamiento colonial monarquista, de inspiración medieval, o bien como algo distinto, de lo que sin embargo no tenemos, todavía, indicio alguno.