Una característica de la vida política de la Ciudad de México es que históricamente ha sido bastión de los movimientos de oposición, tanto conservadores como de izquierda. Como sede de los poderes, esta característica había sido prevista, y por ello se intentó disipar el temor de que la capital opusiera resistencias al desenvolvimiento político federal desde 1928, suprimiendo al municipio y pretendiendo que el Distrito Federal fuese, en cierta medida, un territorio neutral.
Naturalmente esto no evitó que fuera proclive, desde la posrevolución, a albergar movimientos opositores. En 1929 la campaña de José Vasconcelos a la presidencia de la república logró atraer las capas medias, y pocos años después los anticardenistas agudizaron su intransigencia y se agruparon aquí en torno al almazanismo. En la segunda mitad del siglo, movimientos políticos disidentes, como el henriquismo; sindicales, como el ferrocarrilero; o democratizantes, como el de los estudiantes de 1968, constituyeron la masa crítica del régimen y, con ello, una vanguardia que a largo plazo sustentó la base ideológico-política del viraje hacia la izquierda.
Hasta 1997, primera ocasión en que la capital eligió una jefatura de gobierno, se inició su largo proceso para conformar un estado más, con sus propios poderes, y más recientemente con una constitución propia. En este camino paralelo a la transición democrática, la ciudad fortaleció su sello de opositora y vio nacer al obradorismo que, a contracorriente de las tecnocracias electorales, sostiene que el cambio de régimen no se agotó en la alternancia partidista.
La “tradición” opositora de la capital se manifestó nítidamente en 2021 con el avance electoral de la derecha, mientras que en el resto del país hay un refrendo avasallante del proyecto de la 4T. Sin pretender que argumentar una naturaleza opositora de la capital explica a cabalidad su orientación reciente, resulta evidente que al albergar a los poderes federales la capital tiene una preponderancia indiscutible a nivel nacional y es un botín incalculable que naturalmente está en la mira de la alianza opositora. Aunado a ello, además, resulta vital para esta fuerza política concentrarse en atacar la sede del gobierno que hoy ejecuta la profundización del proyecto de nación que triunfó en 2018.
Recuperar una historia recurrente, tal como la tendencia histórica opositora de la Ciudad de México, no es un fatalismo, pero sí una señal inequívoca de los retos que entraña a futuro para el proyecto de país.
En 2021 la preferencia por la opción opositora en nueve de 16 alcaldías resultó sorprendente, y hay un saldo de esa decisión. Entre un sector de las clases medias que optaron por el voto de castigo es evidente el descontento hacia sus gobernantes; por ejemplo, por el cartel inmobiliario en Benito Juárez o por el autoritarismo violento de la alcaldesa de Cuauhtémoc, Sandra Cuevas, quien se ve envuelta semanalmente en diversos escándalos. Desafortunadamente, con un sello de derechas, su estrategia ha sido el despliegue de una intensa campaña de odio, de miedo y misógina que se disputa todos los días la narrativa desde la emocionalidad negativa y la irracionalidad.
Quizá, frente a este panorama, sea necesario que la ciudadanía capitalina sobrepase la interpretación tecnócrata y neoliberal de lo que significa la democracia, entendida en sus límites como pluralidad partidista o alternancia. Si bien estas condiciones han sido indispensables para conformar un modelo político distinto al autoritarismo que caracterizó la segunda mitad del siglo XX, hoy la oposición no está representada en la alianza que sigue encumbrando al neoliberalismo, al autoritarismo y a valores caducos como el clasismo y el racismo, sino en su alternativa: la profundización de un modelo de bienestar que por primera ocasión es mayoritario en América Latina frente a la derechización del viejo continente.