Recientemente saltó a la opinión pública un caso que parecería superficial, pero tiene un trasfondo profundo, sobre el laicismo de nuestro país. El tema surgió a partir de que el ministro Juan Luis González Alcántara atendió una petición y presentó un proyecto de resolución ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) que busca la prohibición del uso de recursos públicos para la colocación de pesebres y nacimientos en el municipio de Chocholá, Yucatán.
En nuestra cultura política se ha normalizado que las autoridades de todos los niveles de gobierno participen de algunas tradiciones y destinen recursos del erario a su realización. Estas pueden ser de corte popular (por ejemplo, carnavales o fiestas comunitarias) o religioso, como es el caso de algunos elementos de las fechas navideñas. Por su parte, los nacimientos y pesebres que suelen colocarse en muchas plazas públicas son expresiones claramente religiosas. A diferencia de, por ejemplo, los altares de muertos de noviembre, en los que hay un sincretismo histórico y un arraigo popular de corte secular, los nacimientos sí expresan un elemento claramente religioso de naturaleza litúrgica.
La complejidad de este debate radica en identificar si los nacimientos y pesebres son incompatibles con el laicismo consagrado en las normas y en la cultura política de nuestro país. No es una tarea fácil, pues las fronteras entre una manifestación popular y una religiosa no son nítidas ni fijas, y en caso de que este proyecto de resolución se discuta las y los ministros tendrían que resolver no únicamente lo que atañe al uso de los recursos públicos, sino a los límites o permisividad del laicismo mexicano.
En nuestro país se construyó un laicismo restrictivo hacia la participación política de los prelados y autoridades religiosas de la iglesia católica, institución opositora a las transformaciones del siglo XIX y la revolución mexicana. Aunque las restricciones se plasmaron tímidamente en la ley (por ejemplo, en la constitución de 1857, donde únicamente se dejó de mencionar a la religión católica como oficial y se estableció de facto la separación entre la iglesia y el Estado), muchos liberales y revolucionarios fueron enfáticos en la necesidad de limitar el poder e influencia cultural de la iglesia, y se embarcaron en una disputa en diversas arenas: política, social y armada. De esas disputas derivaron dolorosas confrontaciones, como la primera y segunda guerra cristera, en los gobiernos de Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas, respectivamente.
Por ello el laicismo mexicano, a la luz de una disputa política pero también cultural, derivó en instituir la ilegitimidad de la injerencia de la religión en las decisiones de lo público. Sin embargo, esta característica, como cualquier otro principio normativo o protocolario, tiene fisuras, y en nuestro país han existido y se han expresado grupos que buscan influir, desde la religiosidad, en la política. Algunos lo han hecho desde la trinchera ciudadana y democrática, creando partidos políticos, como el Partido Acción Nacional (PAN), fundado en 1939 con base en la democracia cristiana; pero también han existido alas intransigentes herederas de movimientos antidemocráticos, como los sinarquistas o los cristeros.
El triunfo del laicismo mexicano posrevolucionario fundó una cultura política que dista mucho de otras democracias latinoamericanas, donde hay bancadas religiosas y líderes de diversos cultos en cargos de elección, las escuelas financiadas con recursos públicos también pueden ser religiosas y en lo general no se discute la legitimidad de que el pensamiento religioso rija lo público. En nuestro país, por el contrario, continúan las restricciones, pero en 1992, durante el salinismo, ocurrió una apertura que permitió a miembros de instituciones religiosas participar en elecciones como votantes pasivos (no pueden postularse ni ser electos mientras mantengan su investidura religiosa). Por otra parte, aunque la iglesia católica sigue siendo mayoritaria, hay muchas expresiones e instituciones religiosas que conforman un abanico que dista mucho al panorama del siglo XIX e inicios del XX.
En este marco, la discusión de los pesebres, aunque parezca irrelevante o superficial, resulta muy interesante y puede sentar las bases de un esquema donde debería tomarse en cuenta que, a nivel global, algunas alas intransigentes de diversas religiones de raíz judeocristiana se han incorporado a las filas de la ultraderecha global, la cual abiertamente está interesada en influir en la política de toda América Latina, incluido México. No es poca cosa que aquí por primera vez se haya recibido a la Conferencia Política de Acción Conservadora y uno de sus líderes más visibles sea un católico que raya en el fanatismo, quien además quiere ser candidato presidencial.
Los límites de nuestro laicismo se van construyendo a través de que continuamente discutamos su naturaleza. El uso de recursos para nacimientos y pesebres puede ser un gesto nimio, pero un mensaje importante en este contexto, donde las derechas golpistas se nutren de los principios dogmáticos y patriarcales de las religiones y amenazan continuamente a las democracias populares con imponerse, incluso por la fuerza.