Zedillo, Calderón, Madrazo y la falacia de la falacia ad hominem

Columnas Plebeyas

En política, a veces el contexto es tan importante o más que el mensaje. Hay palabras cuyo valor a veces estriba no sólo en lo que dicen sino en quién las dice, ante quién las dice y con quién las dice. Del mismo modo que no se puede analizar un parto sin considerar el proceso del embarazo, no se pueden aislar los discursos políticos como si sucedieran en el vacío y no fueran hechura de hombres y mujeres de carne y hueso que han tomado decisiones reales que han incidido en la vida de muchos.

En ese sentido, resalta lo acaecido este fin de semana en el marco de un evento organizado en Madrid por la Fundación Internacional para la Libertad y presidido por el señor Mario Vargas Llosa, donde concurrieron los expresidentes mexicanos Ernesto Zedillo y Felipe Calderón —junto con otros especímenes de la llamada “internacional fascista”, como José María Aznar—, quienes además coincidieron en “alertar” contra las maldades de la ira populista.

No sorprende sólo la grisura monocromática y anticientífica con la que abordan el tema del populismo, un concepto complejo que viene desde el siglo XIX y ha tenido aristas democratizantes importantísimas —en el cardenismo, el peronismo o las reflexiones de Víctor Raúl Haya de la Torre en Perú—, y al que además reducen a un insulto, tal como lo hicieron dos rancheros iletrados: Vicente Fox y George W. Bush, desde 2001. Sorprende también la insistencia neurótica con la que aún repiten ese mantra panfletario que acusa de “populismo” a todo lo que no les gusta o a todo lo que no entienden (que es casi todo). El episodio de Zedillo y Calderón en días recientes se asemeja mucho a dos episodios de febrero y marzo de 2006, cuando en foros distintos pero con discurso idéntico el hampón Carlos Salinas de Gortari habló en contra de “los caudillos populistas” en una charla en Cambridge, mientras que el señor Aznar y Enrique Krauze, en una conferencia libelista organizada por el Partido Acción Nacional (PAN) en México, alertaron contra “la aventura populista” en América Latina. Ambos discursos eran alusiones al proceso electoral mexicano y ataques contra el candidato que encabezaba entonces las encuestas: Andrés Manuel López Obrador.

Hoy repiten la fórmula que en 2006 sólo funcionó complementada con un fraude: exacerbar la histeria antipopulista del mismo modo que Joseph McCarthy explotó en los años 50 la histeria anticomunista, en una cruzada apocalíptica y falsaria que sirvió solamente para enajenar incautos.

Los agravantes hoy, sin embargo, afloran. Ernesto Zedillo fue un sujeto autoritario cuyo gobierno fue escenario de las matanzas de Acteal y Aguas Blancas; mientras que su impericia económica nos llevó al Fobaproa —Fondo Bancario de Protección al Ahorro—, deuda criminal que seguimos pagando. Calderón fue, sin más, un ladrón electoral aupado por un fraude —luego de la campaña más cara y sucia hasta el momento— en 2006, cuya “guerra contra el crimen” tiene hoy en la cárcel por narcotráfico a su gabinete de seguridad.

Ninguno de los dos tiene autoridad moral para hablar de ningún tema, ya no digamos de democracia, pues sus débitos históricos están no sólo manchados de corrupción sino de sangre. Deslegitimar sus opiniones a esos respectos es, por lo tanto, no una falacia ad hominem sino un imperativo ético y democrático, del mismo modo que no permitiríamos al fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, hablar de bienestar infantil.

¿Cómo interpretar que esos hombres desacreditados, uno de los cuales tiene a un subordinado en la cárcel a punto de encarar un juicio por crimen organizado, sean hoy voces exaltadas por un sector de la oposición? Del mismo modo que interpretamos que ese mismo sector hoy también perdone las enormes corruptelas de Roberto Madrazo sólo porque su círculo financia el estercolero ideológico de Latinus, que día tras otro lanza invectivas y mentiras contra López Obrador, su bestia negra.

Esa es la medida de la oposición más cerril en las derechas: gente dispuesta a perdonar hampones o personajes impresentables del pasado reciente siempre y cuando regurgiten los prejuicios que ellos quieren oír. Que hoy los alaben y se vanaglorien de sus palabras es un signo ominoso de que el problema de esa oposición no es sólo una falta de memoria histórica, sino una cínica carencia de ética.

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