Reflexionaba sobre la idea de la desaparición de personas, sobre su especificidad, sobre su presencia en nuestro presente, pero también en el pasado próximo y en la historia. Se me ocurrió una desaparición muy conocida, quizás la que brinca a la mente con mayor inmediatez en un contexto judeocristiano: la desaparición de Jesucristo en una cueva después de la crucifixión.
Tres días después de su muerte, nos dice el Evangelio de Mateo, el cuerpo de Cristo desapareció de su tumba después de haber sido depositado en el sepulcro propiedad de José de Arimatea, el rico discípulo de Jesús. Su desaparición, en la tradición cristiana, fue el resultado de la ascensión al cielo para sentarse “a la derecha del Padre”, como ha aprendido quien haya frecuentado una iglesia católica.
Es decir que la desaparición de Cristo es la prueba de la resurrección, uno de los fundamentos del catolicismo.
Así se lee en el Evangelio de Mateo:
“Pasado el sábado, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María, fueron a visitar el sepulcro. De pronto, se produjo un gran temblor de tierra: el Ángel del Señor bajó del cielo, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. Su aspecto era como el de un relámpago y sus vestiduras eran blancas como la nieve. Al verlo, los guardias temblaron de espanto y quedaron como muertos. El Ángel dijo a las mujeres: «No teman, yo sé que ustedes buscan a Jesús, el Crucificado. No está aquí, porque ha resucitado como lo había dicho. Vengan a ver el lugar donde estaba y vayan en seguida a decir a sus discípulos: Ha resucitado de entre los muertos e irá antes que ustedes a Galilea; allí lo verán. Esto es lo que tenía que decirles». Las mujeres, atemorizadas pero llenas de alegría, se alejaron rápidamente del sepulcro y corrieron a dar la noticia a los discípulos”.
El paso siguiente es un salto, como un electrón que salta de una órbita a otra dentro de un átomo. Un salto en el tiempo y en el espacio que me lleva del Gólgota en el Siglo I, hasta las narraciones decimonónicas y, precisamente, me lleva a las novelas de terror.
Si hay que hablar de novelas criminales del Siglo XIX, la mente se va de inmediato a Edgar Allan Poe y a su gato negro. Un gato encerrado.
En ese cuento famoso de 1843 el protagonista que habla en primera persona, después de una serie de acontecimientos cada vez más trágicos y angustiantes, acaba asesinando a su esposa con un hacha. Asustado por las consecuencias del homicidio, decide emparedar su cadáver en un muro del sótano. La desaparición del cuerpo es suficiente para que se tranquilice un poco, porque en esa época, “si no había cuerpo no había delito”.
Después de unos días de la desaparición de la mujer, la policía llega a investigar y revisa varias veces toda la casa de la pareja sin encontrar rastros de la esposa del hombre. En la última visita, el protagonista, empujado por el frenesí de sus bravatas, da un golpe con el bastón que llevaba en la mano a la pared de ladrillo tras la cual está el cadáver de su esposa. Desafortunadamente para él, justo en el momento en el que golpea la pared, desde adentro del muro se escucha un ruido siniestro.
En las palabras de la soberbia narración de Edgar Allan Poe:
“¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes, y una voz me contestó desde dentro de la tumba. Un quejido, ahogado y entrecortado al principio, como el sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo grito, completamente anormal e inhumano, un aullido, un alarido quejumbroso, mezcla de horror y de triunfo, como sólo puede surgir en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios gozosos en la condenación”.
La policía tumba la pared y descubre el cadáver de la mujer, y al gato negro sentado en su cabeza.
Después de recuperar en mi memoria, y en las páginas del libro, la trama de esta historia, me seguí preguntando en qué momento entonces la desaparición de personas se volvió esa herramienta de terror tan común en México y en otros países de América Latina.
Sé, por haberlo estudiado hace años, que el régimen Nazi puso en práctica un plan de desaparición forzada sistemática a partir de 1941 llamado Nacht und Nebel (Noche y Niebla). Recuerdo lo que leí sobre las motivaciones de esta práctica. Los Nazis desaparecían a los adversarios políticos en los países ocupados por el Tercer Reich porque la desaparición no deja mártires, porque genera terror en los que se quedan, porque funciona.
Entonces algo pasó, empecé a reflexionar sobre las características intrínsecas de esta práctica.
¿Por qué funciona?
El autor de la desaparición, en mis ojos, parece más poderoso que un asesino, a nivel simbólico y a nivel práctico. Es más poderoso porque tendría la capacidad de poner una palabra definitiva, de resolver un caso, de establecer si la persona desaparecida está viva o está muerta, pero decide no hacerlo. Precisamente en esto reside su poder espantoso porque, como decía, el autor (o la autora) de la desaparición es capaz también de cometer un delito que no es delito hasta que alguien pueda comprobar que el desaparecido está desaparecido. Al no haber cuerpo del delito, no existe conducta penal que deba ser perseguida.
Me acordé de varios casos en los que familiares de desaparecidos acudían a denunciar ante el Ministerio Público y la respuesta oficial de la autoridad era: si la víctima no viene a denunciar, no hay nada que podamos hacer.
La desaparición de Cristo significaba certeza, certeza de la resurrección. Ahora lo que se genera es incertidumbre, que conlleva inmovilidad, terror. La ausencia del cuerpo suelta la imaginación y esta es la que realmente hace todo el trabajo.
El efecto de la desaparición de una persona se desarrolla en la imaginación más que en la realidad, en la mente de quien se queda, principalmente sus familiares. El dolor es generado por la imaginación, pero no por ello es menos real. Funciona como el amor en una relación a distancia, donde no está el cuerpo físico de la persona amada. Aquella persona se vuelve entonces perfecta en la ausencia, en tanto no está cerca del que ama, no tiene que cumplir con ninguna expectativa, puede quedarse perfecta para siempre.
Así como el amor a distancia, el dolor de la ausencia es una llaga perfecta, porque cualquier acción puede generar un aumento al infinito del dolor causado al cuerpo del ausente y del dolor del que se queda. El dolor es una llaga perfecta también porque permite santificar al desaparecido, mitificarlo, despersonificarlo en una narración cada vez más pura. El dolor es perfecto porque diluye los pecados del desaparecido, es perfecto porque se vuelve estado de ocupación de la comunidad del desaparecido, lo que activa a la sociedad cuando las instituciones se quedan en su inmovilidad, en su incapacidad de concebir lo liminal. El dolor es perfecto porque distrae a la sociedad de otras actividades mientras el Estado decide no tener agencia.
La desaparición es un delito que se fundamenta en la imaginación de la víctima, decía. Y esto porque en ausencia de cuerpo, la única víctima es quien se queda, el que desaparece no está.
Ahora bien, llegado a este punto, mi mente ya estaba viajando a gran velocidad hacia rumbos oscuros, resbalosos e inciertos, las conexiones se hicieron más audaces. “¡Es como el gato de Schrödinger!”, me dije. Aquel experimento mental para explicar aspectos paradójicos de la teoría de la física cuántica en el que un gato está contemporáneamente vivo y muerto hasta que se abra la caja en la que se encuentra encerrado, pero en este caso, en el caso de los desaparecidos, la caja no se abre nunca. Estamos frente a una paradoja.
Al parecer la desaparición forzada es pensable sólo a partir de la llegada de la mecánica cuántica, desarrollada por los físicos Werner Heisenberg y Erwin Schrödinger (el papá del gato encerrado) entre 1925 y 1926.
Es un delito típico de nuestro tiempo, pero hay que ir más allá, hay que salir de las banalizaciones porque la paradoja del gato de Schrödinger no es exactamente lo que acabo de decir, sino que describe uno de los postulados de la física cuántica, el principio de sobreposición, y aunque no lo crean, esto nos puede ayudar a entender las características profundas de la desaparición forzada.
Les cuento lo que pensé.
Si pensamos en la descripción que acabo de dar, y que es la más común a la hora de describir el experimento mental de Schrödinger, se trata de una contradicción en términos. La vuelvo a poner: “un gato está contemporáneamente vivo y muerto hasta que se abra la caja en la que se encuentra encerrado”.
Ahora, la física cuántica, por lo poco que llego a entender (y es realmente muy poco) es muy extraña, pero nunca es autocontradictoria. ¿Qué quiero decir? Que no puede haber un estado (o sea la condición de un sistema en un determinado momento en el tiempo) en el cual un gato está vivo y muerto contemporáneamente. No existe un estado tal para que el sistema exprese contemporáneamente propiedades mutuamente incompatibles, porque esto sería una contradicción en términos. ¿Y entonces? ¿De qué se trata? ¿Y qué tiene que ver todo esto con las desapariciones forzadas?
El estado de sobreposición enuncia una condición en la que diferentes posibilidades son reales al mismo tiempo, pero se trata, precisamente, de posibilidades. Si pensamos en una serie de posibilidades como A (el gato está vivo) y B (el gato está muerto), se puede imaginar que sean posibles las dos contemporáneamente, pero si luego vamos a observar, sólo una de las dos se da, sólo una se vuelve efectivamente real. En el mundo de la imaginación, en el cual todo es posible, un desaparecido puede estar contemporáneamente vivo y muerto, en el plano de las posibilidades.
Los físicos han desarrollado una ecuación con la cual se puede describir esto:
|ψ> = α |V> + β |M>
No hay que espantarse, es muy sencillo e impresionante. El estado del desaparecido (|ψ>) es una sobreposición (en realidad una combinación de vectores). Una combinación de vectores de estado que describe la condición de “estar vivo” (|V>) y un vector de estado que describe la condición de “estar muerto” (|M>).
Los coeficientes α y β multiplican los vectores de estado, generando una combinación lineal con un peso (α y β). El peso es la medida que determina la probabilidad de que algo suceda. Así que las posibilidades pueden ser conjuntamente verdaderas, pero con diferentes probabilidades de actualización.
Es decir que un desaparecido puede estar contemporáneamente vivo y muerto en la imaginación de sus familiares y de la sociedad entera en términos de posibilidades, y esto es precisamente lo que genera la incertidumbre, el dolor, el terror. Y es lo que genera el poder de quien secuestra, es la razón por la cual funciona y no importa saber que las probabilidades de que esté vivo son infinitamente más bajas que las de que esté muerto.
Lo que quiero decir es que este ejercicio de física es una reflexión sobre cómo funciona nuestra mente. Una cosa es la “posibilidad” de que un desaparecido esté vivo, otra es la “probabilidad” que, como hemos visto, se mide con los coeficientes α y β.
Para la ley y para nuestra mente, una persona está muerta hasta que veamos su cuerpo, hasta que se pueda demostrar que esa probabilidad se hizo efectiva, hasta que se puedan meter los dedos en la llaga, como cuentan que le dijo Tomás (uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo), a los demás discípulos que le anunciaban que habían visto a Jesucristo resurgido:
“Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré”.
Tomás quería meter los dedos en la llaga no por lógica científica, sino porque demasiado fuerte era su amor, pero se le impuso un acto de fe, porque esto exige la religión.
Nuestro dolor, el dolor de los familiares, de los amigos, de cualquier persona sensible en una sociedad herida, se fundamenta en la posibilidad, pero no considera la probabilidad y no lo hace porque no puede, porque así funciona el amor.
La física quántica nos explica la materia, pero ¿es capaz de explicarnos el amor?